En cumplimiento del Real Decreto-ley 13/2012 te avisamos de que esta página usa cookies. Si continúas navegando consideramos que aceptas su uso. ¿El qué? Más info
!articulo
MOVIDAS
movidas - Números sin importancia · 13/03/2015

Como sigo sin poder coger un lápiz o ni siquiera acercarme a un teclado por la tendinitis, subo un relatillo viejo que tenía por ahí, para que no os aburráis. Ya os aviso desde el principio: No es de humor. Espero que os guste y poder volver el Lunes! :D

No son más que números sin importancia, me obligué a repetir en mi cabeza.

Volví a mirar el número de asiento en el billete impreso que tenía en mi mano. Volví a mirar el número de asiento grabado en la chapita metálica bajo el respaldo. El trece.

Ahora mismo el número trece para mí no es más que eso, un simple número. Pero por aquel entonces yo era mucho más joven y, supersticioso o no, el número trece me inspiraba tan poca confianza que incluso acababa de huir de él cumpliendo catorce años.

- ¿Nervioso? - dijo una amable voz a mi derecha. Miré por primera vez a mi compañero de viaje a los ojos. Un señor canoso, a mis jóvenes ojos, mayor, con rostro amigable y una sonrisa grande justo encima de una pajarita pequeña - Si eres supersticioso te puedo cambiar el asiento.

- ¡No, no! No hace falta, no creo en esas tonterías... - le respondí intentando convencernos a los dos. El señor de la pajarita sonrió asintiendo, invitándome a continuar - Es... Solo estoy un poco... nunca he hecho un viaje tan largo. Al menos no yo solo.

- ¿Hasta dónde vas?

- Barcelona - respondí. Arqueó las cejas, sorprendido.

- Sí que es un buen viaje, sí. - Corroboró. No podía estar más de acuerdo, llevaba tan sólo un par de horas en el asiento número trece y no habíamos llegado ni a la mitad. - ¿Te esperan tus padres?

Noté una subida repentina de temperatura. No, claro que no me esperaban. Ni siquiera sabían que estaba en ese autobús. Para mis padres yo estaba en una excursión de mentira, con un amigo de los de verdad. Y la sola mención de la figura paterna en boca de un adulto logró ponerme más nervioso que todos los números trece del mundo. En mi mente adolescente el hombre podía ser un policía que me entregaría esposado de vuelta a casa.

- No, me... me espera un amigo... - El señor de la pajarita asintió de nuevo y miró al frente sin dejar de sonreír, aunque esta vez ligeramente divertido. Al rato continuó.

- ¿Cómo se llama la chica?

El mismo calor que había recorrido mi cuerpo tan solo hacía unos segundos volvió con fuerza.

- ¡¿Cómo...?! ¿Cómo lo ha...?

El señor de la pajarita se río con una carcajada tan sincera como su gesto amable.

- Tienes... ¿qué? ¿Quince años? Y estás dispuesto a viajar más de diez horas tú solo. A tu edad eso sólo se hace por una chica.

El calor que sentía se debió reflejar en el tono rojizo de mis mejillas, tan brillante que pude verlo reflejado en la ventanilla. Mi compañero de viaje lo tomó como una afirmación a sus sospechas, y sentí la extraña necesidad de admitirlo. Había algo en el señor de la pajarita que me invitaba a hablar. No sabía qué era, sólo esperaba que mi madre nunca aprendiese ese truco.

- Ana. La conocí este verano... Hemos quedado para... volver a vernos... - alargaba las pausas, nervioso, confiando inútilmente en que el final del viaje llegase antes que el final de mi frase.

- Llévale flores. - me cortó, pillándome totalmente desprevenido.

- No... No creo que a Ana le gusten las flores, no sé si es ese tipo de chica...

- No son las flores, es el gesto romántico, la sorpresa... - Su sonrisa y su pajarita, lejos de darle un tono de burla, aportaban más seriedad al consejo.

- Me está esperando en la estación, no tengo tiempo de...

- El bus hace una parada larga en Burgos, ahí al lado hay una floristería. Tienes tiempo de sobra. - No estaba seguro de si me fascinaba más la rapidez con la que respondía, o que lo hiciese con la imborrable sonrisa - Te las compro yo, y si no le gustan, siempre puedes echarle la culpa al señor de la pajarita rara del autobús.

No supe qué decir, y con mi silencio mi compañero de viaje dio por ganada la conversación. Quisiera o no, Ana recibiría flores.



Posé las flores en el compartimento de las bolsas, y las tapé con mi cazadora para protegerlas. Volví a sentarme, y el autobús arrancó de nuevo con un ruido similar al que haría un elefante ronroneando.

Me senté, satisfecho, y volví a mirar la plaquita metálica con el número trece. Para mí ya no representaba un número relacionado con la mala suerte, era mi asiento. Y lo había sido los últimos cinco años, en cada visita a Ana.

Era casi una tradición, como lo era llevarle un ramo de claveles. No eran su flor favorita, ni siquiera eran de su color favorito, pero el señor de la pajarita había tenido razón años antes: No era el ramo, era el gesto. Y no podré olvidar la sonrisa con la que los recibió. Tardó seis viajes en confesarme que no eran ni su color ni su flor preferidos, pero para entonces ya era tarde, y el ramo de claveles rojos era la mascota oficial de nuestros encuentros.

- ¿Son para una chica?

Miré sorprendido a la mujer del asiento 14. El señor que conocí en mi adolescencia ahora era una chica de treinta y pocos, y la pajarita ahora era un bebé de apenas un año que dormía tranquilo en su regazo.

- Sí - respondí sonriente.

- Ojalá mi marido tuviese esos gestos conmigo. - suspiró la mujer del bebé con un gesto melancólico quizás demasiado exagerado - ¿Es tu novia?

Asentí, ladeando la cabeza. Ana y yo teníamos algo, estaba claro, pero la palabra novios aún se nos atragantaba. Era difícil decir que estabas saliendo con alguien cuando vivías a casi mil kilómetros de esa persona. Lo único que podíamos hacer era vernos dos o tres veces al año, y mantener largas y caras llamadas de teléfono.

Pero este viaje tenía el propósito de poner fin a esta situación. En mis brazos sostenía una carpeta con los papeles necesarios para inscribirme en la universidad de Barcelona, por primera vez Ana no era el único motivo de mi viaje.

Al menos no directamente, ya que sí que era el motivo de que hubiera escogido una universidad tan lejos de mi vida. Se acababa la relación a distancia, se acababan esas increíblemente tristes despedidas en la estación, las largas llamadas que acababan con alguno de los dos acababa llorando.

Abracé a la carpeta tan fuerte y con tanto cuidado como la mujer del asiento de al lado sujetaba a su bebé.

- Hazme un favor. - siguió hablando, sacándome de sus pensamientos. Pase lo que pase con ella, aunque llevéis diez años casados, sigue llevándole flores. Te lo agredecerá.

No era un señor de amable sonrisa, y el bebé que comenzaba a llorar en sus brazos no era desde luego una pajarita. Pero su tono era tan sincero que no pude evitar acordarme de él. En honor a su recuerdo, decidí apuntarme el consejo de la mujer.



No eran más que números sin importancia. 

Me lo había dicho hacía diez años en un autobús con una ruta similar. Aunque aquella vez era diferente. Por aquel entonces quería pensar que el número trece no me traería mala suerte. Ahora quería pensar que el número treinta y nueve sí lo haría.

Era mi número de la suerte, o al menos lo había sido cuando iba al colegio, si no recordaba mal. Tras llevarlo como el número de alumno durante varios años seguidos, decidí adoptarlo como número de la suerte. ¿O era el treinta y seis? No estaba seguro, hacía tiempo de aquello. Pero no. Tenía que ser el treinta y nueve. Necesitaba que fuese el treinta y nueve.

Por lo apresurado del viaje no había podido escoger asiento, y por primera vez había cambiado mi trece por el treinta y nueve. Así que confiaba en que fuese una señal y mi numero de la suerte cumpliese su propósito. Necesitaba toda la suerte del mundo.

Para ser exactos, Ana la necesitaba.

Volví a mirar la diminuta pantalla gris de mi teléfono móvil. Hacía unas cinco horas que se había quedado sin batería, pero tenía fe en que si seguía mirándolo, despertase, en un esfuerzo heroico para volver a sonar una vez más.

- ¿Estás bien?

Miré a la chica que estaba sentada a mi lado. Se acababa de montar en el autobús, tras una breve parada en Tudela, y ocupaba la plaza cuarenta. Tenía más o menos mi edad, y en otras circunstancias me habría parado a pensar si era guapa o no. Pero no ahora. Ahora tenía demasiadas cosas en mi cabeza.

- Sí, claro, estoy bien... - mentí a pesar de que mis ojos rojos y mi expresión gritaban la verdad.

- Llevas mirando más de quince minutos al móvil. ¿Esperas una llamada?

- Sí - respondí, sin esforzarme en parecer amable.

- ¿Has probado a encenderlo? Dicen que da suerte.

Se me escapó media sonrisa. La primera en las casi ocho horas que llevaba de viaje.

- Estoy sin batería...

- Sí, la batería de estos cacharros no dura ni una semana... ¿Es una llamada importante? - la miré por primera vez a los ojos, casi sorprendido por la pregunta.

- Una... una amiga, ha tenido un accidente. - el rostro de la chica cambió al escuchar mis palabras. Sin decir más, buscó en su bolso, y no tardó en sacar otro teléfono móvil y ofrecérmelo.

- ¿Te sabes el número? Toma, usa el mío.

- ¿Seguro? - el rostro de la chica casi rozó la indignación ante la pregunta.

Se lo cogí con una sonrisa de agradecimiento. Mi mano marcó el número de Ana tan rápido y apretaba los botones tan fuerte que por un instante temí por el aparato. Tras varios segundos de agonía un repetitivo tono me advirtió que el móvil al que llamaba no se encontraba disponible.

- No lo coge... - le devolví el móvil a la chica, y a cambio ella me devolvió la mirada, con gesto de lástima.

- ¿Quieres llamar a alguien más? ¿Quién te ha avisado?

- Su novio, me llamó por teléfono, pero no me sé su número.

- Lo siento mucho ¿Sabes qué tal se encuentra?

Negué con la cabeza. No sabía nada, ni cómo estaba, ni qué había ocurrido, ni el hospital... Llevaba un par de semanas sin saber nada de Ana. No hablábamos tanto desde que habíamos decidido separarnos al acabar la carrera. Nos seguíamos viendo, éramos igual de amigos que antes de empezar a salir, o incluso más. Seguía yendo a visitarla, e incluso seguía llevándole flores una o dos veces al año en cada viaje. Seguí el consejo de la mujer que conocí en el autobús cinco años antes. Por suerte, el actual novio de Ana era un antiguo compañero mío de la facultad y el gesto de las flores no despertaba celos. A otro le costaría entenderlo. Incluso a mí me costaba. Pero a él no, era consciente de que las flores eran una cosa nuestra.

Las flores... recordé. Esta vez no se las llevaba, otra tradición rota, como el número de asiento. No era supersticioso, pero parecía un buen momento para empezar a serlo.

- Dame tu móvil - Dijo. Salí de mis pensamientos y miré a la chica del asiento de al lado. Había desmontado su móvil y ahora me pedía el mío con intención similar. La miré confuso. La chica señaló al logo de mi carcasa.

- Somos de la misma compañía de teléfonos, tu tarjeta funciona en el mío, y tiene todos los números. Así podrás llamarlo y averiguar qué tal está.

No me atreví a poner en duda su amabilidad por segunda vez, y empecé a desmontar el móvil. Nervioso introduje mi tarjeta en el suyo y lo encendí. Busqué el número del novio de Ana, y llamé.

La chica del asiento cuarenta me miraba, ansiosa.



El número trece me miraba. Yo a él. En todos estos años había sido mi compañero de viaje más fiel, salvo un ligero escarceo con el número treinta y nueve hacía ya cinco años. Escarceo tras el que me hice prometer a mí mismo que no volvería a traicionarle.

Mis visitas a Ana se habían reducido a una vez al año, pero el asiento número trece y el ramo de claveles rojos no faltaban nunca a la cita. Habían cambiado muchas cosas en mi vida, pero a pesar de eso, o quizás precisamente por ello, mis viajes a Barcelona no iban a ser uno de esos cambios.

A mi lado, en el asiento catorce, había una chica con el pelo rizoso y oscuro, de apenas veinte años. Miraba su móvil con más afición que al paisaje, y sus auriculares acababan de aislarla del mundo con lo que supuse sería música, pero que desde mi sitio sonaba como el sonido que producirían dos diminutos rayadores de queso frotándose.

No contaba con que esta vez el pasajero del asiento catorce me diese un consejo que acabaría siguiendo, como había pasado ya un par de ocasiones.

- ¿Son para tu novia? - preguntó de manera inesperada la chica, haciendo referencia a los claveles que llevaba en mi regazo, tras haber descartado el reposa maletas por miedo a aplastarlos. Su pregunta, así como su desparpajo, me resultó del todo inesperada, así que tardé en poder acompañar con sonidos el ladeo de mi cabeza.

- No... son para una amiga. Mi novia no...

- Los claveles rojos son para amores pasionales. Regala los blancos, son para amores puros, como la amistad. - Mi expresión de sorpresa fue mucho más elocuente que yo - Lo he leído en Internet...

El asiento catorce nunca me dejará de sorprender.



Me costaba contener la risa, y disimulaba mientras miraba de reojo a mi joven compañero del asiento catorce. No son más que números sin importancia, me repetía. Pero la casualidad no dejaba de ser divertida. Tenía la misma edad que yo cuando hice mi primer viaje. Y tenía la misma expresión, el mismo gesto de nervios mal contenidos.

Lo más curioso era que yo, a mi edad, mis canas y mi sonrisa divertida, debía causarle la misma impresión que el señor de la pajarita me causó a mí.

No pude contenerme.

- ¿Nervioso? - le pregunté.

- No no... yo... un poco... - respondió casi avergonzado el adolescente.

No. No podía contenerme.

- ¿Cómo se llama la chica? - el chico se quedó clavado en el sitio y giró lentamente la cabeza hasta mirarme a los ojos.

- ¿Cómo... sabe...?

- Siempre es una chica - Respondí divertido.

Me levanté y bajé el ramo de flores del reposa maletas. El chico me miró boquiabierto y confuso mientras se lo entregaba.

- Toma, llévale flores, quedarás como un caballero. - El chico no sabía aún cómo reaccionar, y se resistía a cogerlas. - Tranquilo, yo me quedaré con una para mi amiga, estoy seguro de que no le importará.

El adolescente asintió lentamente, cambiando su gesto de sorpresa por una sonrisa de gratitud.

- ¿Por qué...? ¿Por qué me las da? - consiguió preguntar finalmente.

Le sonreí amable.

- Hace veinte años un señor me regaló un ramo de flores para dárselo a una chica que iba a visitar en un autobús parecido a éste. - le expliqué - Me parece justo devolverle el favor al... universo.

El chico asentía, demasiado nervioso como para pensar que se había sentado junto a un loco, y parecía creerse mis palabras. Escogí un clavel blanco del ramo de flores rojas y blancas y me lo guardé en la chaqueta.

- ¿Puedo preguntarle...? ¿Qué tal le fue con esa chica? ¿Siguen juntos?

- No... No... - negué - Ahora vivo con mi novia, en Tudela. Pero la chica nunca dejó de estar presente en mi vida. Todos los años la sigo yendo a visitar.

El chico no pareció contento con mi respuesta.

- La vida... puede dar muchas vueltas. Nunca sabes como va a acabar el viaje. - le respondí finalmente - Eso es lo mejor.


A pesar del sol, una brisa fresca pasa a mi alrededor, obligándome a meter las manos en los bolsillos de la chaqueta.

- Claudia y yo vamos a ser padres - le digo a Ana mientras miro el ramo de claveles blancos que le acabo de entregar.

Ambos quedamos en silencio durante unos segundos, tras lo cual continúo hablando.

- Va a ser niña, ya lo sabemos. Y... - dudo unos segundos - Claudia y yo lo hemos decidido. Se llamará Ana. Al fin y al cabo nos conocimos gracias a ti...

Vuelvo a quedarme en silencio, las palabras se me atragantan. La chica del asiento cuarenta no sólo me dejó su teléfono cuando nos conocimos aquel viaje en el autobús. Me acompañó al hospital, no me dejó ir solo. Claudia me ayudó a levantarme cuando más lo necesitaba. Y a día de hoy seguía haciéndolo.

Claudia estuvo conmigo el día que Ana se fue para siempre, hacía quince años.

- Nunca viene conmigo - sigo hablando, mientras mis palabras hacen eco en las paredes de mármol del cementerio - Dice que estos viajes son cosa nuestra, que prefiere dejarnos a solas...

El silencio vuelve, esta vez por más tiempo. Se me forma un nudo en la garganta, como cuando la vi por primera vez. Como cuando la vi por última vez.

- ¿Sabes? -continúo hablando, cambiando el tono de voz, cambiando de tema - Ana nacerá cuando yo haga treinta y nueve años. Quizás al final sí que es mi número de la suerte ¿no?

La única respuesta que recibo es el viento haciendo crujir el plástico del ramo de flores.

- No sé. No soy supersticioso. No son más que números sin importancia...