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PARABELLUM
parabellum - El fantasma de Media Tarde VII · 18/10/2019

Me limpié la sangre de la mano y encendí el volumen de la tele.

- ¿Qué coño ibas a decir de mi abuela? - gritó Inés. Bajé el volumen para que su agudo y enfurecido chillido de hámster no me reventase los tímpanos. - Ya me has humillado con ese apodo ¿Qué más trapos sucios vas a sacar? ¿Te crees que me importa? No sé de dónde has sacado lo de Inecia, pero créeme que lo descubriré, demostraré que eres un farsante. ¡Demostraré - bajé aún más el volumen, por lo visto aún podía gritar más - que los fantasmas y la vida más allá y los espíritus son chorradas sin sentido!

- Los espíritus han vuelto - exclamó con alegría y calma Doña Lola de María. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su cara en cuanto volvió a sentirse cómoda rodeada de muertos. - Están entre nosotros.

La doctora Arteaga la miró molesta por interrumpir su estallido con un mensaje tan opuesto y unas formas tan calmadas. El gurú la miró, confuso, intentando interpretar lo que ocurría al otro lado de su radio. Carlos la miró con una sonrisa de satisfacción. Incluso el público reaccionó con un clamoroso silencio.

Doña Lola de María se levantó del sitio y comenzó a escuchar a su alrededor en silencio. No era el mismo que la última vez, era un silencio medido. Servía para crear expectación. También le permitía escuchar las palabras que debía decirle el recién liberado espíritu de Doña María Pinilla.

Cuando dio por finalizado su momento, señaló al Sacrosanto Gurú.

- Eres la vergüenza de la profesión. Eres una vergüenza de humano. Eres la vergüenza de tu apellido, Manuel Pinilla. - alguien entre el público debió reconocer el apellido y dejó escapar un grito de sorpresa. El culebrón se volvía cada vez más enrevesado, como buen culebrón. - Tu madre era una de las mejores médiums del mundo. Una verdadera artista, capaz de realizar verdaderas proezas con sus poderes espirituales y sin ellos.

- ¡¿Qué sabrás tú de mi madre?! - Respondió nervioso Pinilla intentando subirse a su propio asiento.

- ¡Más que tú, carcamal! - respondió mi amiga con fiereza y una voz que no era la suya. Arancha nunca hubiera usado carcamal como insulto, le sabría a poco. Había dejado entrar al espíritu de la vieja médium en su cuerpo. - ¡Cuando fallecí mi espíritu quedó atrapado en mi bola de cristal! Veinte años que me pasé en el fondo de una caja rezando porque alguien me sacase de ahí. Y cuando mi propio hijo me encuentra... encuentra a su madre atrapada, en lugar de liberarla... ¡Se aprovecha de mi poder!

- ¿Doña María Pinilla? - Carlos decidió aprovechar para recordar que era periodista en ese momento, aún así la pregunta salió de su fascinación - ¿La célebre médium? ¿Es usted?

- Sí, guapetón, soy yo. - La mujer aún en el cuerpo de mi amiga pareció percatarse de que estaba en un estudio de televisión y, acostumbrada a la fama como estaba, no tardó en reaccionar. - Y este Sacrosanto Gurú de No Sé Qué Leches en Vinagre es mi hijo, el tarambana. Me tenía atrapada haciendo todo el trabajo sucio, atrayendo a los espíritus para él. Y ahora que he sido liberada al fin, y antes de irme de una vez por todas al más allá que durante tanto tiempo se me ha negado, quiero dejar clara una cosa: Este carcamal ni es sacrosanto, ni gurú, ni hindú ni es capaz de hablar con los muertos. ¡Es un farsante!

De un golpe seco le derribó el turbante, mostrando el pequeño comunicador de su oído.

- ¡Ja! ¡Lo sabía! - La doctora Inés se aferró feliz a su pequeña victoria. Un fantasma le había ayudado a demostrar que los fantasmas no existían. Frunció el ceño.

- ¡Pero mamá...! - empezó a llorar el Desacrado Sacrosanto.

- ¡Ni mamá, ni leches! ¡Tunante! ¡Que eres un tunante!

Y su alma desapareció en busca de un más allá que estaba más lejano que el plató de televisión. Mi amiga se quedó quieta en el sitio mientras recuperaba el control sobre su propio cuerpo. Había lágrimas de emoción en sus ojos.

- Era ella... - sonreía. No todos los días conocías a tu ídolo de infancia, especialmente después de muerto. - Doña María...

Inés se giró, su pequeña victoria estaba siendo fagocitada por una mayor que tenía a la audiencia ensimismada.

- No intentes venderme tus tonterías ahora tú, ya he demostrado que este tipejo - señaló al hombre ridículamente vestido que sollozaba en el sillón en prime time - era un farsante. ¿Te crees que tú eres distinta? No sé qué truquitos os traéis tú y tu amiga, pero pienso demostrar que...

- Inecia...- Arancha le puso la mano en el hombro a la doctora, con una calma de movimientos impropia de ella. Los espíritus habían vuelto y Arancha estaba explotando sus poderes al máximo, dejando pasar a cualquiera de ellos que tuviese algo que decir. - Siento que ese nombre te haya causado tanto dolor...

- ¿Qué intentas...?

- Pero es que eres necia, Inesina. Cabezuda y testaruda, como tu padre. - La doctora abrió la boca, pero si intentó decir algo, no le salió. - No te lo tomes como algo malo... Esa testarudez te ha llevado a donde te ha llevado, tú sola, y te llevará aún más lejos. Sé que eres capaz.

No fueron sus palabras. La Doctora Arteaga no necesitaba datos o información que solo un espíritu podía darle. Reconoció el tono de voz, reconoció la forma de hablar. Reconoció a su propia abuela.

- No puede ser... - las lágrimas empezaron a dibujarse en los ojos de la tercera invitada. Carlos había logrado un hat trick en su programa. Posiblemente sus propios ojos se humedecieron emocionados pensando en el share y la repercusión de estas imágenes.

- Si puede ser... - dijo el espíritu con la voz de mi amiga. - Si alguien puede demostrar que es posible eres tú, Inecia...

Y justo ahí cortaron para publicidad.


- ¿Y por qué coño me cuentas todo esto, Verónica? - preguntó Killian, el mal hablado clurichaun. Se sirvió otra cerveza y me miró sentado en un taburete de su propio bar.

- Nos libramos del gurú y liberamos a su madre, pero sin querer azuzamos a alguien a quien no deberíamos haber molestado. La doctora Inés, desde entonces, ha duplicado sus esfuerzos en intentar demostrar que hay hechos inexplicables viviendo entre nosotros.

- ¿Y qué cojones me importa? - me preguntó uno de esos hechos inexplicables mientras bebía su cerveza más rápido de lo que tardaría en derramarla en el suelo.

- Pues por que ha entrado en tu bar, ha pasado al lado de un demonio y se ha sentado en la mesa de al lado de los licántropos que están viendo el partido.

- Bueno ¿te crees que ibas a ser la única humana bajita, con gafas, cabezota y molesta que dejamos entrar en este sitio? - rezongó el duende. Me quejé con un ruido. Yo no era tan bajita. - Si tanto te preocupa, acércate a ver qué quiere.

Murmuré alguno de los insultos que había aprendido después de tantos años conociendo a Killian. Caminé hacia su mesa y me senté frente a ella con mala cara. No fingió sorpresa, me recibió con una sonrisa. Me esperaba.

- ¿Qué haces aquí? - le espeté.

Me miró, con una sonrisa esperanzada, mirando alrededor. Era incapaz de ver las verdaderas formas de las criaturas que se escondían tras las ilusiones del bar. Aún así parecía sentirlas, parecía notar su existencia, confirmando lo que tanto tiempo había sospechado.

- Hola, Verónica. O Parabellum. O como prefieras... - me sonrió. - Tengo tantas preguntas que hacerte...

La mujer bajita, testaruda y de gafas gruesas había entrado en el Rainbow's Arse a hacer preguntas. Ni siquiera se percataba de lo molesta que resultaba su presencia.

Había que ser muy necia para no darse cuenta.