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movidas - El tesoro de Katacroq · 08/10/2010
Venga, que sabéis que me chiflan estas tonterías. Junto con un compañero de trabajo , hemos sacado de la página SeventhSanctum.com un generador de historias. Los dos tenemos que hacer un relato que incluya los siguientes elementos:
La historia tiene que tener un armero a la mitad. La historia tiene que tener un tesoro en ella. Un personaje pide prestado dinero, pero la acción acaba siendo otra cosa.

El tesoro de Katacroq

Alfonso el Apuesto entró en la ciudad triunfalmente, o eso hubiera querido. Le hubiese gustado que fuese amurallada, o al menos tuviese un linde definido, pero Pentápinus era una ciudad de montaña, y las casas empezaban a aparecer poco a poco, y cuando creías que estabas en la plaza mayor, lo que realmente había pasado es que te habías salido por el otro lado.
 Por eso Alfonso llevaba caminando triunfante, y con una sonrisa perenne durante varios kilómetros. Resultaba un poco cansado, pero no importaba, Alberto había encontrado finalmente el cofre de Katacroq, un legendario Ogro que vivía en las montañas y según las leyendas contaban, había dejado su tesoro en una cueva donde nadie podía encontrarlo. Ni siquiera Katacroq. De hecho ahora mismo el ogro estaba a cinco kilómetros buscando en una cueva muy parecida, maldiciendo en voz alta.

Alfonso el Apuesto, llamado así por su afición al juego, paró a descansar en una plaza, que podía ser bien la plaza mayor del pueblo, o el hueco que un edificio habría dejado si hubiese explotado en cachitos. Posó el saco donde llevaba el cofre, y se sentó encima de él. Tenía claro lo que iba a hacer con el dinero, iría a la fragua de los hermanos Cercena, la mejor armería de todo el reino, y compraría la mejor espada que tenían. El resto se lo gastaría en la taberna, perdiéndolo en apuestas, gastándolo en mujeres, o invirtiéndolo en alcohol. Pero quería esa espada.
 Roberto Cercena, el maestro armero autor de semejante obra, tenía el don especial de hacer armas muy especiales. Su característica más notable era la total ignorancia sobre las leyes de la física, siendo capaz de crear espadas fraguando bloques de hielo a martillazos, o tejer el hierro para hacer una armadura que se adaptase perfectamente al cuerpo. A martillazos.
Y esa espada... esa espada era magnífica, era la mejor espada, resistente y ligera, afilada y duradera, imponente y manejable. El propio Roberto estaba orgulloso de ella, la había fraguado un día de borrachera mezclando tantas aleaciones que al día siguiente no había sido capaz de recordar cuáles eran. Sólo sabía que había cobre y trocitos de chocolate. Y Alfonso quería esa espada, una espada que te permitía ganar tus combates con tan sólo desenvainarla. Para eso era el tesoro Y para alcohol juego y mujeres.
- ¿Una monedita? - Alfonso bajó de su nube, para ver una señora anciana, apoyada sobre un pesado bastón, que extendía su mano libre, pidiéndole dinero.
- No... No llevo nada encima. ? contestó el aventurero, con 1470 monedas de oro debajo de él. Técnicamente era verdad.
- Mis huesos están cansados, mis ojos apenas ven... - seguía la anciana imperturbable, con un tono ensayado y monótono. - Una monedita para el hambre.. y otra para mí...
 Alfonso dudó por un momento. No era un alma caritativa, pero creía en el Karma. El Karma en Pentápinus no era algo a desechar, los magos existían, ocultos entre la gente, y no era la primera historia que oía de una señora mayor que pedía dinero, para luego convertirse en una hermosa maga que premiaba a las almas caritativas con deseos. O con castigos para los menos desprendidos.
Una moneda, darle una moneda era algo fácil, tenía muchas, 1470, le sobraba para la espada, para todo el alcohol que se podría tirar, y todas las mujeres que se podría beber... Darle una moneda, sólo por si acaso.... Alfonso finalmente se levantó, sacó su cofre, y lo entreabrió, dejando ver fugazmente su interior durante un segundo, y sacando una moneda de oro de dentro.
- Tome, venerable anciana - le dijo mientras le extendía la moneda. La anciana miraba el lugar donde momentos antes había un cofre lleno de monedas, con los ojos abiertos como platos.
 - Gra... Gracias, eres muy... bondadoso - dijo finalmente la anciana, con la voz dubitativa.
 - No la voy a engañar - confesó Alfonso en un tono distendido - Son las historias de magas disfrazadas de pedigüeñas que me contaba mi madre de pequeño lo que me ha impulsado a darle la moneda. Nunca se sabe, ¿verdad?
 La anciana asintió absorta, todavía mirando el cofre dentro del saco.
 -¿Eh? ¡ah! Sí... Eso. - respondió. Acto seguido un haz de luz blanca la rodeó, y se convirtió en una apuesta y joven mujer, con un vestido azul, y una melena de color platino hasta la espalda, seguía sujetando su pesado bastón, a modo de báculo y su expresión de asombro era la misma - Casi se me olvida, perdona.
Ahora el sorprendido fue Alfonso, viendo a la joven hechicera. No podía creer su suerte, primero el tesoro, luego esto.
 - ¿Eres... eres la de la historia? ¿Eres la que concede deseos a las almas caritativas?
 - Sí sí.. eh... soy yo - la chica, aún en su nueva forma, seguía mirando embobada el saco.
- ¿Y me vas a conceder un deseo? La rubia dudó, intentó decir algo, iba a decir que sí, pero el cofre... Era mucho dinero. Ella era hechicera, y de las realmente poderosas, pero las 1470 monedas... La maga se sacudió la cabeza, y empezó a agitar su gran báculo.
-Sí... cierto, perdona. - cada vez agitaba el báculo más y más fuerte - Te.. te concedo...


 La maga jadeaba. El cofre pesaba lo suyo, así que había parado varias calles más allá de donde reposaba Alfonso, inconsciente, en el suelo. Acariciaba su báculo, repasando con el dedo la mella que había hecho la cabeza del aventurero. Hasta los magos podían encontrar un buen uso a 1470 monedas de oro. Había oído hablar de una espada... - ¿Una monedita? - La maga levantó la cabeza, delante de ella, un orco, sucio, lleno de tierra, y con una pala en la mano la miraba. La maga dudó...