El problema de ser detective son las películas de detectives. No las novelas, al menos no las actuales. Las putas películas. Cada vez que iba a trabajar, no podía evitar sentir la mirada de fascinación inmerecida que me lanzaba mi novio, mientras en su cabeza se editaba un montaje de películas con persecuciones, tiroteos y más explosiones de las que deben ser sanas para el oído.
Sin embargo, el trabajo de detective, mi trabajo, mi jornada laboral de ocho o hasta dieciséis horas podía resultar un completo aburrimiento. La mayor parte del tiempo me ganaba el pan esperando, vigilando, leyendo y si tenía ganas de emociones, rellenando la declaración trimestral de Hacienda.
Y si había llegado a esa conclusión, no por primera vez en mi vida si no por tercera vez en el mismo día, es porque llevaba cinco horas en el asiento de mi coche, esperando a que mi objetivo saliese por la puerta que llevaba ese mismo tiempo vigilando. Y mi cerebro y mi culo empezaban a quejarse al unísono.
Suspiré, y con un gesto mecánico volví a comprobar que la escopeta de caza que reposaba en el asiento del copiloto seguía cargada.
Un aburrimiento de trabajo, os digo.
Eran las dos menos veinticinco de la madrugada, y la noche no era especialmente fría, lo cual no implicaba que fuese cálida. Por suerte la puerta que vigilaba estaba en las afueras de Barcelona, tan alejado que seguramente podría considerarse otra localidad distinta, al menos hasta que fuese fagocitada por la capital como había sucedido ya con alguna de sus vecinas. No había problema para aparcar, y simplemente me limité a dejar el coche en un lado de una carretera secundaria, lejos de la farola que iluminaba la puerta, y a esperar en su cómodo interior, tapada con una manta que solía llevar para estas ocasiones en mi maletero.
Me acurruqué bajo la tela, y aparte de obsequiarme con su calor, aprovechó para regalarme con su aroma a maletero, acentuado por el hecho de ser el de mi coche. Pude distinguir el olor de un par de cosas muy feas y el de alguien aún más feo. Mi maletero tenía más vida social que yo.
Para escabullirme del olor repasé mentalmente la lista de actividades que podía hacer durante las horas que aún me podían quedar de vigilancia. Si seguía escuchando la radio no tardaría en quedarme sin batería en el coche, y si escuchaba música en el móvil, haría lo mismo la batería del teléfono. Si quería entretenerme escuchando música, la mejor opción consistía en golpear la cabeza contra el volante y deleitarme del solo de percusión aderezado con algún puntual arpegio de claxon.
Tras rendirme, busqué algo para beber. Los dos cafés habían desaparecido, así como la Coca Cola y medio litro de agua. Una punzada en la vejiga me corrigió, recordándome que no habían desaparecido, si no que simplemente estaban en otro sitio. Durante poco tiempo, al menos.
Volví a entrar en el coche, abrochándome el pantalón y tiritando por haber perdido el poco calor del que había hecho acopio. Me enrosqué en la manta ignorando su olor y miré la hora. Eran casi las cuatro. Creo que acababa de batir mi récord personal de horas seguidas de vigilancia, pero contaba con la suerte de estar aparcada en el arcén oscuro de una carretera, así que la vejiga no era más que una molestia secundaria que había solventado por tercera vez sin perder de vista mi objetivo.
Seguí clasificando balas, algo no muy habitual en la profesión de detective, pero sí en mi especialización como Detective Paranormal.
Seguí escarbando el fondo de mi mochila y encontré otra bala suelta. La acerqué a la ventanilla y pude diferenciar su aspecto metálico y las cruces grabadas. Estaba de suerte, era otra bala de plata y con ésta y otras dieciséis que tenía me daba para llenar un cargador entero de mi Glock. Llené el cargador vacío con las balas plateadas, y escribí con el rotulador rojo una V en la base. V de vampiros. Estaba de suerte, las de plata no eran las más caras, pero creía recordar que sólo me quedaba otro cargador de éstas en casa, y los vampiros y hombres lobo necesitaban de varias balas para dejar de intentar morderme.
Metí el cargador en la bolsa y observé el resto de balas sueltas que había encontrado en bolsillos, guantera, mochila y bajo el asiento. Era consciente de que no era el método de transporte más adecuado para la munición, y si mi madre me viese me castigaría sin pistola un mes, pero cuando necesitas una docena diferente de tipos de balas dependiendo de la criatura, ocurrían estas cosas.
Llegué a contar tres balas de sal, capaz de inutilizar los poderes de una bruja que se encontrase a menos de cincuenta metros. Dos benditas, para exorcizar demonios a tiros, e incluso una Tutti-frutti, una de mis balas multiuso, y también de las más caras.
Y luego estaba Albertito, que me miraba con su expresión sonriente pintada a mano. Albertito era una de mis balas más preciadas de toda la colección de Parabellums, y aunque no había podido probarla en campo, teóricamente era capaz de...
Un ruido metálico me sacó de mis pensamientos y me hizo levantar la cabeza. La puerta que llevaba horas vigilando rebotaba en la pared, mi objetivo acababa de salir y por suerte para mí, no había sido discreto.
Ahora me tocaba a mí serlo.
Mi objetivo, Antonio Gallardo, de cincuenta años recién cumplidos y bien vestido, se alejaba lentamente del recinto, mientras yo me acercaba cruzando la carretera por detrás de él, poniendo especial cuidado en que mis pisadas no hiciesen ruido.
Mientras me acercaba, aún con la mente en las balas que ahora reposaban en mi coche, no pude evitar agradecer el trabajo de esta noche. Cuando estuve a pocos metros de él, sin que aún se hubiese dado cuenta clavé los pies en el suelo, corregí mi postura, cogí aire y pregunté:
- ¿Antonio Gallardo? - Mi objetivo pareció percatarse y se giró, confirmando su identidad tanto con el gesto como mostrándome claramente su rostro.
Por suerte, como había dicho, no todos mis trabajos requieren una munición especial, así que apreté el gatillo de la escopeta de caza de mi abuelo, y le reventé la cabeza a el señor Antonio Gallardo.
Había sido un trabajo fácil. En las afueras, suficientemente apartado para que nadie oyese el disparo, y finiquitado con munición de la barata. Por eso no me sorprendió que la parte difícil fuese volver a meter el cadáver en el cementerio del que se había escapado.
Estaba empezando a amanecer cuando logré meter el cadáver de mi objetivo de nuevo en su tumba, sudando por el esfuerzo a pesar del frío. El señor Gallardo había estado en lo cierto e hizo bien en haber contratado mis servicios antes de su muerte. Sus sospechas de que el gremio de Nigromantes no iba a dejarlo en paz ni después de muerto eran ciertas, por suerte yo estaba ahí para asegurarme de que su cuerpo como su alma encontraban el reposo eterno, reventándole la cabeza de un disparo.
Saqué los quinientos euros del interior de la chaqueta del cadáver que Gallardo había dejado para mí y di por concluida la noche.
En definitiva, casi diez horas comiendo patatas fritas en el coche, disparar a alguien que ya estaba muerto y volver a cargar con su cadáver al interior de su mausoleo.
Pues eso. Un aburrimiento de noche.