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PARABELLUM
parabellum - La chica a la que le gustaban los monstruos · 24/11/2014


Apuré lo que quedaba de café, pagué en la barra con una sonrisa amable, crucé la puerta del bar y comencé a caminar detrás de la criatura.

La muchacha, tal y como figuraba en el horario mental que había reconstruido la última semana que llevaba investigándola, salía de su trabajo en la clínica. Pude adivinar, conociendo sus costumbres como ya las conocía, que no iba a ir a su casa. No, si llevase la bata que era su uniforme de trabajo es que volvía a su hogar. En su lugar llevaba un pantalón negro y una blusa lila, adornados con alguna puntual muestra de joyería, y unas botas de tacón tan afilado que resultaba una sorpresa que no perforasen la acera por la que se alejaba. Una ropa elegante, demasiado elegante como para malgastarla en su camino del trabajo a casa.

No, definitivamente la muchacha del pelo largo castaño no iba a su apartamento. Y si algo había aprendido en la semana que llevaba siguiendo a la joven, es que eso implicaba que iba a ser una tarde entretenida.

De una puta vez.


- Ésta es la clínica donde Cristina trabaja de recepcionista. - uno de los sirvientes del anciano me entregó una tarjeta con el logotipo de una clínica de estética. Tras un gesto de asentimiento casi marcial, nos dejó solos en aquel despacho decorado con caros objetos más antiguos que mi árbol genealógico. Había pasado una semana de aquello, pero la imagen de la estancia, que no envidiaría a ningún museo arqueológico, se me había quedado grabada.

Observé la tarjeta. No reconocí la clínica, pero sí conocía la calle. Era una calle pequeña y concurrida, con una cafetería donde podía hacer mis vigilancias de manera cómoda y discreta. Si algo había aprendido del trabajo de detective en Barcelona es que las vigilancias en coche eran mala idea, si no directamente imposibles. Los días con suerte podía aparcar mi Seat a dos manzanas de mi objetivo, y la discreción, así como parte del glamour del trabajo de investigación, desaparece si intentas espiar en doble fila.

Salí de mis pensamientos, y el rostro arrugado de Seth me observaba con las cejas arqueadas, quizás juzgando mi lapsus momentáneo, quizás intentando sujetar la colgante piel de su cara con ellas.

- ¿Exactamente qué quiere averiguar de su prometida? - pregunté mientras guardaba la tarjeta en el bolsillo trasero del pantalón.

- Que no me haya mentido. Que es quien me ha dicho que es. - valoró mi mirada, que creí había ocultado mejor mis pensamientos - La quiero, señorita Parabellum, claro que la quiero. Pero no he llegado a mi edad ni a mi fortuna dejando todo al azar. Si dice la verdad, quiero que usted se asegure. Y si miente... quiero pruebas.


El vagón de metro traqueteó, sacándome de mis recuerdos. Lancé una mirada rápida a mi objetivo, que seguía en su asiento del vagón contiguo. Tranquila, no tardé en volver a sumergirme en mis pensamientos.

Vivimos en el sueño húmedo de un espía. Todos los aparatos de espionaje que llevaba el James Bond de los 60 ocultos en su elegante traje, yo los llevaba en mi móvil.

¿Quería hacer fotos? Mi móvil se encargaría de eso. Tenía acceso a todo el conocimiento del mundo en internet, y a información más especializada mediante discretos mensajes a mis contactos. El GPS era una herramienta muy útil para seguir a alguien en zonas desconocidas de la ciudad. Y podía matar el rato lanzando pájaros contra ridículas estructuras mientras hacía horas de vigilancia.

¿Pero lo mejor? Eso se veía en el propio vagón. Más de la mitad de las personas estaban mirando sus pantallas. La muchacha del pelo castaño entre ellas, lo cual facilitaba enormemente mi trabajo. Y camuflarse entre el gentío era tan fácil como encender tu móvil y mirar a la pantalla. Nada te ocultaba mejor que comportarte como todo el mundo. Nadie sospechaba de la chica rubia con gafas que miraba su Twitter. Mi última semana de trabajo había sido tan fácil que incluso llegué a pensar la opción de sentirme mal por la cantidad de dinero que me pagaba Seth. Por suerte me duró poco.

La chica castaña se levantó del asiento, su parada se acercaba y por lo tanto la mía. El metro se detuvo y mi objetivo se bajó de él. Los seguimientos en el metro eran peliagudos. Había un número de veces limitado que podía cruzarse con la rubia de las gafas gruesas sin que mi rostro empezase a serle familiar, por lo que un juego de lógica era necesario. Si la chica había escogido el primer vagón, eso quería decir que saldría por la izquierda de la estación, por lo que si yo me bajaba del siguiente vagón, podía seguirla sin llegar cruzarnos.

Contra todo pronóstico, la chica miró los nombres de las calles de salida, frunció el ceño, y se giró en mi dirección. Rápidamente jugué el papel de viajera que mira el Facebook en su móvil mientras daba un par de pasos al azar. Una sombra castaña pasó por mi lado, sin prestarme atención.

Tras dar un Me Gusta a una nueva foto de mi sobrino, empecé a caminar tras la chica.


El bar era oscuro, y grande. Aún así, tras una semana siguiendo a la chica las posibilidades de que me reconociese aunque fuese por repetición eran demasiado altas. Afortunadamente mis gafas gruesas tenían una función más allá de permitirme distinguir caras desde la otra acera. Me las quité, entornando automáticamente los ojos al encontrarme un mundo semiborroso y las metí en el bolso. Si la chica tenía una imagen mental grabada en su subconsciente de mí, sería la de una persona tras unas gafas gruesas, sin ellas me costaría aún menos confundirme entre la gente. Para ayudar al cambio, me quité la cazadora tejana, y noté la brisa otoñal apresurándome a meterme en el bar donde la chica llevaba un rato.

No tardé en hacerle caso, y al entrar una triste música de fondo y un bar excesivamente oscuro me recibió. Distinguí al fondo una figura borrosa con el mismo patrón de colores que mi objetivo, y me senté lejos de ella en una mesa a su espalda, tras la mesa de billar. Las fuertes luces de ésta creaban un contraste que me ayudaba a ocultarme aún más en mi refugio hecho de sombras. Con esfuerzo observé el resto del bar.

El sitio era triste, rozando lo patético. La oscuridad y la música intentaban darle un tono dramático, pero no podían ocultar que la decoración era de plástico y la madera falsa. Las decoraciones abigarradas no hacían más que hacer que el lugar pareciese más pequeño de lo que debería. El local intentaba parecer melancólico, pero no lograba pasar de triste.

Las seis personas que bebían algo con cara de lástima, solos o en manada mantenían el espíritu artificialmente gótico del bar. Entre la neblina de mi miopía pude observar como alguno me lanzaba alguna mirada. No eran las miradas que podía recibir en un bar un viernes por la noche sosteniendo una copa. Eran miradas de jueves por la tarde en un bar triste en el que yo no tenía carnet de parroquiano. No era cómodo.

Pedí una cerveza a la camarera, que recibió mis palabras con un rostro de tristeza mucho más logrado que el resto del bar, y me quedé observando mi objetivo, una mancha borrosa negra y lila que recibía a otra de colores poco más alegres.

No estaban lo suficientemente cerca como para entender de lo que hablaban, pero sus gestos y movimientos eran más que locuaces. Un roce, una caricia, movimientos suaves y calculados, cercanos... Era la prueba que estaba buscando.

Volví a jugar el papel de la chica que comprueba sus mensajes en el móvil, y preparé la cámara. Cometí la prudencia de desactivar flash y sonido, e hice tres o cuatro fotos, mientras miraba a mi alrededor comprobando que ninguno de los habituales se percatase de mi trabajo de paparazzo. Miré la pantalla, pensando en otra de las habilidades que Q había instalado en toda una generación de móviles. Mis ojos no eran capaces de enfocar a la pareja, pero sí mi teléfono, que me mostraba a la chica del pelo castaño, en la mesa, hablando.

Sola.


Volví a mirar a la mesa, la pareja seguía en acaramelada conversación, ajena a mi crisis. En mi móvil, ninguna de las fotos mostraba a su acompañante. Un escalofrío erizó mi nuca, mi instinto había reconocido la pistas antes que mi cabeza.

El bar no era más pequeño que otros bares, pero no usaba el truco más extendido para engañar a la vista. No tenía espejos.

La madera era de plástico, porque ¿para qué poner a mano en tu bar uno de tus pocos puntos débiles?

Y si la pareja de mi acompañante no salía en las fotos, por si la gran detective Parabellum no había tenido suficientes pistas, es porque era un jodido vampiro. En un bar para vampiros, lleno de vampiros. Entre ellos la camarera.

¿Cómo podía saber este último detalle? Ah, nada se escapa a mis dotes de observación, con o sin gafas. Y la chica, que cambiaba la mirada entre mi cara y la pantalla de mi móvil, abrió la boca mostrando unos colmillos dispuestos a arrancar la yugular a la rubia miope que había descubierto su secreto.

Como buena detective, deduje que no era ya momento de más discreción, así que me levante de un salto, agarré uno de los palos de billar y golpeé con toda mi fuerza en la cabeza de la camarera, que acusó el golpe emitiendo un desagradable chasquido. La chica se tambaleó y cayó en el suelo, derribando una mesa, como si hubiese visto el movimiento en algún western reciente.

En mi mano pude comprobar que el chasquido lo había producido el palo de billar, cuya mitad colgaba por unas pocas astillas de fibra de vidrio de la mitad que sujetaba en mi mano. Vampiros listos, ni siquiera podía usar el palo como estaca.

El golpe consiguió que el resto de vampiros parroquianos se echasen a suertes con la mirada cuál de ellos atacaría primero a la chica que, si bien no sostenía un arma mortal para ellos, no dejaba de tener un palo muy gordo en la mano. Pero a su vez, también consiguió que mi objetivo y su acompañante se acabasen de percatar de mi presencia, y se unieran al resto del grupo, colmillos al aire.

Era justo lo que necesitaba, obviando una vía de escape o dos o tres litros de agua bendita. Mi mano izquierda, que aún sostenía el móvil, no dejó escapar la oportunidad, e hizo una foto a la chica del pelo castaño, que dejó escapar un leve gesto de sorpresa en su amenazador rostro de vampiresa.

Tras la improvisada sesión de fotos, acabé de arrancar la mitad del palo de billar y con los dos trozos formé una cruz. Sólo la chica se asustó ante la visión de ésta, mientras sus compañeros empezaron a reírse, sin dejar de acercarse lenta pero peligrosamente, aún sin haber llegado a decidir quién sería el primero en liderar el ataque.

Durante el momento de pánico que siguió al fracaso de mi cruz casera, mi cerebro decidió apuntar mentalmente el dato de que las cruces y los vampiros solo se llevan mal cuando son símbolos de la Iglesia, y no pedazos rotos de un palo de billar. Mi mano derecha, más práctica, gritó al cerebro que no era momento de andar estudiando los mitos e hizo algo que debería haber hecho en un principio: Sacar la pistola.

Y entonces me lié a tiros.


- ¿Los mató, señorita Parabellum? - Preguntó Seth, quién había escuchado mi relato pacientemente, con un ligero interés que parecía fingido.

- No... - incómoda, me cambié de posición en el asiento donde una semana antes había aceptado el caso. - No llevaba munición especial, tan solo eran balas, no sabía que acabaría en un nido de vampiros. - Seth asintió - Pero aunque las balas no los maten, pocas criaturas aguantan el impacto de un trozo de metal a cientos de metros por segundo sin ser derribados.

Seth ladeó la cabeza, su gesto parecía indicar que no le estaba contando algo nuevo. Estos detalles no le importaban, y me pedía que continuase por educación. Decidí abreviar, e ir directamente a lo importante.

- Tras quitármelos de encima pude salir del bar, y atranqué la puerta con el palo de billar el tiempo necesario como para alejarme de ahí. - Suspiré, al ver reducido mi apasionante relato de huida a una frase. A continuación, saqué un sobre de mi bolso, y se lo entregué.

Mi cliente sacó las fotos de su interior y las puso en la mesa, observándolas. En medio de todas destacaba la foto que logré hacer de la chica del pelo castaño mostrando sus colmillos de vampiro al aire.

- Entiendo... - asintió finalmente el anciano, por primera vez dejando escapar un gesto de lástima en su rostro, que hasta ahora había sido tan inexpresivo que había llegado a pensar que sufría rigor mortis.- Entonces me confirma usted que mi querida Cristina es en realidad...

No pudo acabar la frase, así que decidí echarle un cable.

- Una cazafortunas, faraón. - Señalé una de las fotos - Aquí, aunque por su naturaleza de vampiro no se le vea, está el Marqués Du Daurade. Un célebre y acaudalado vampiro del norte de la ciudad. Su prometida ha adquirido forma de vampiresa para sacarle los cuartos a él también, y el hecho de que ella sí salga en la foto no hace más que demostrar que no es más que una mascarada.

El faraón, en su asiento, agachó la cabeza, sabía que mi información no le estaba gustando, pero se obligaba a seguir escuchándome.

- También tengo el testimonio de McAllister. Un leprechaun afincado en Santander al cual Cristina robó la mitad de su olla de oro. - señalé una foto en la que una pareja de pelirrojos sonreían a la cámara. La chica, a pesar del color del pelo y una notable reducción de estatura, era claramente Cristina.

- También hay fotos con una criatura del pantano, y algún escarceo con una ninfa... - señalé el resto de fotos. Eran fotos viejas, que había logrado usando mis contactos, pero la foto reciente de la chica con forma de vampiro era la prueba definitiva que necesitaba - Es difícil de trazar, debido a su naturaleza metamórfica. No he podido averiguar su verdadero nombre, y ni siquiera tengo claro qué criatura es. Por su origen creo que puede ser un Ghoul, un tipo de djinn... Pero creo que esos detalles no le interesan. ¿Me equivoco?

El faraón se había levantado de su asiento tapizado, pero seguía cabizbajo. Pude ver como la tristeza se convertía en furia a un ritmo preocupante. Casi tan preocupante como el hecho de que su piel empezase a consumirse. Casí.

- Llevo más de dos mil años solo, señorita Parabellum. Y por fin encuentro a alguien de mi especie. Otra momia con la que convivir en mi eternidad. Y resulta que es... mentira...

El faraón mostraba los dientes, en parte por rabia, en parte porque parte de su cara se había desecho. Ante mí se mostraba el verdadero faraón Seth, el que llevaba muerto más de tres mil años. Y pude notar como el engaño visual desaparecía, trozos de su cuerpo convirtiéndose en arena que se llevaba un viento antinatural. Un pequeño ejército de escarabajos salieron de varios orificios de su cuerpo y empezaron a caminar por el suelo.

El ruido de unas llaves y la puerta abriéndose pareció sacar al faraón de su éxtasis. Unos zapatos de tacón acababan de entrar en la casa, y se acercaron al despacho.

Si el rostro semiputrefacto del faraón parecía desencajado, el de Cristina era notablemente superior en ese sentido. Curiosamente, pareció sentir más terror al ver mi cara que la calavera con jirones de piel seca de su ex futuro marido. No pude evitar disfrutar de ese pequeño momento de gloria.

- Mierda. - Dijo la chica.

- Querías hacerte pasar por una momia, verdad ¿mi amor? - La voz áspera y grave de Seth hacía retumbar todos los muebles de caoba del despacho. No pude evitar levantarme del asiento poco a poco y alejarme de la creciente figura hecha con arena y trozos de cadáver que era mi cliente. Cristina se giró sobre si misma e intentó empezar a correr, pero antes de que pudiera dar el primer paso, dos sirvientes del faraón que salieron de la nada la sujetaron por los brazos. - No te preocupes, yo te ayudaré.

Eran sus leyes. Siempre me obligaba a recordármelo. Los mitos tenían sus propias leyes, y era mucho mejor si yo no me interponía entre ellas. Pero no pude evitar sentir algo de lástima de la chica. Sabía poco sobre los ingredientes necesarios para la momificación, pero sí que conocía el básico.

Necesitabas un cadáver.