Alguien le había dado un mordisco a mi coche nuevo.
Tras dar un corto paseo volví a entrar en la plaza del pueblo y ahí estaba, aparcado tras una furgoneta donde lo había dejado. El pobre se inclinaba hacia el lado de la rueda deshinchada, señalándome la patita herida que me apresuré en ir a atender.
Ayudándome de la pobre luz amarillenta de las farolas examiné el desperfecto y descarté al momento que había pinchado con alguna piedra del camino. No, a lo largo de la goma e incluso por parte de llanta pude ver agujeros del tamaño de mi dedo, agujeros que formaban un recorrido a ambos lados. No hacía falta ser dentista para darse cuenta que los desgarros dibujaban unas fauces, ni antropólogo para descartar que esta fuese humana.
Era un mordisco. Tan grande como para abarcar la rueda de mi coche, y tan afilado como para perforar el metal de la llanta.
Examiné el resto del coche, pero no encontré más daños. Lo que fuese que hubiese hecho el destrozo se había limitado a una rueda. No era un sabotaje, aún tenía la rueda de repuesto intacta, y alguien que quisiese pararme los pies hubiese reventado al menos dos. No quería evitar mi huida, buscaba precisamente lo contrario. Era un mensaje.
Vete. Sal de aquí ahora que aún tienes cuatro ruedas y una cabeza.
Me puse de pie y miré alrededor. La plaza estaba vacía y salvo el ruido que venía del bar del pueblo no había más señales de vida. Sopesé mis opciones. Un mordisco del tamaño de una rueda no iba a hacerme cambiar de planes a estas alturas. Además, las amenazas de muerte siempre me dieron sed así que comencé a caminar hacia el bar.
En cuanto crucé la puerta las voces de los lugareños se callaron durante un segundo, y me miraron con la misma curiosidad con la que me habían recibido todos los días de la última semana. No solían recibir muchos turistas en Torreardor, un pueblecito perdido en la frontera entre Ávila y Cáceres, y el bar aún no se había acostumbrado a acoger a alguien que, a pesar de mis nuevas ropas de monte o precisamente por ellas, era claramente carne de ciudad.
El tono conversacional volvió al bar, aún con alguna mirada suspicaz, mientras me acercaba a la barra a pedir una cerveza que me ayudase a tragar mi penúltima amenaza de muerte.
— ¿Vas a quedarte mucho más tiempo en el pueblo? —preguntó el camarero con un tono difícil de interpretar, bajo las paladas de hosquedad bajo el cual lo había enterrado. Mi apariencia, cosmopolita por primera vez en mi vida, alteraba las aguas tranquilas del pueblo. El camarero del único bar, figura superior a cualquier concejal, sintió el deber de averiguar el fin de mi visita, por el bien de sus parroquianos.
—Todo el tiempo que las hermanas me necesiten —respondí, sabiendo que mi colaboración con el convento era lo único que me otorgaba salvoconducto al bar—. El relicario que contiene los restos es mucho más interesante de lo que parece, y estamos intentando datar una de las piezas, que parece ser un añadido posterior a su creación, por el estilo de las máscaras que están grabadas en...
El camarero se defendió con un gruñido parándome en seco, y huyó a otro lugar de la barra con menos palabras. Recitar algún párrafo de mi temario de Arte Eclesiástico era a veces mejor arma que mi pistola de balas benditas. Yo cogí mi cerveza y me giré al oír la puerta abrirse. Sonreí al ver a la hermana Carolina entrando por la puerta.
—Hola, Verónica —me saludó con un gesto efusivo—. ¿Llevas mucho tiempo esperando?
Negué con la cabeza mientras señalaba el vaso lleno. La hermana se apoyó a mi lado en la barra y dedicó su sonrisa al camarero, el cual se la devolvió haciendo un esfuerzo notable. Seguramente mañana tendría agujetas, pero nadie era capaz de no devolverle la sonrisa a la dulce hermana Carolina.
—Buenas, Patro —le saludó—. Ponme un descafeinado de sobre ¿Y tienes un cigarrillo?
Por lo que sabía, la jovial y feliz Hermana Carolina no llevaba mucho tiempo en el convento, pero la sonrisa amable que reposaba cómoda sobre sus acolchados mofletes había logrado hacerse rápidamente un hueco en los lugareños, cuatro de los cuales rebuscaron en sus bolsillos buscando tabaco que ofrecerle. Ayudaba bastante que cada vez que aparecía en el bar, abría una caja de las pastas artesanas que hacían en el convento y repartía entre toda la población.
El más rápido de los clientes había sacado un paquete de Ducados y se lo ofrecía. La hermana Carolina, sabiéndose en confianza para hacerlo, me ofreció uno.
—No gracias, lo dejé hace años —respondí.
La hermana recibió mi noticia con la misma alegría que si le hubiese dicho que me había salido de la heroína, y cogió un cigarrillo y el mechero que le ofrecían, mientras me señalaba la puerta. A pesar de que no me apetecía volver a salir al frío otoño de la sierra, no pude negárselo, y llevé mi cerveza y su café a una de las mesas de la terraza.
—Haces bien, no sabes lo peligroso que son estos vicios. —Mi mano derecha, dándose por aludida, hizo un gesto en dirección a mi mochila, buscando algo. Para engañarla le ordené agarrar una de las pastas que aún quedaban en la caja, y mi boca se entretuvo con el sabor a mazapán—. Y lo feo que queda, ¡si me viese alguna de las hermanas!
—No creo que en la Biblia ponga nada en contra del tabaco. Vamos, debe de ser una de las pocas cosas que no prohíben. —Carolina recibió mi comentario con una sonrisa suavemente reprobatoria.
—Es un vicio malsano, y todos los vicios están mal vistos, Verónica. Empobrecen el espíritu y la mente.
—¡Pero saben tan bien! —No pude evitar responder aún con la boca llena de mazapán. Carolina dejó escapar una carcajada nasal mientras se ruborizada, sabiendo que estaba cayendo en uno de esos vicios que criticaba.
—Por cierto, me ha parecido ver que tienes la rueda pinchada.
—Si, nada grave, no te preocupes. — tragué cerveza — La cambio en un santiamén y luego te llevo al convento. El padre Marcello aún no ha llegado, todavía tenemos que esperarle.
—¿Dónde se ha ido? —preguntó mientras apuraba su café.
—Le he mandado a un recado.
—¿Le has mandado a un recado? —preguntó—. Creía que trabajabas tú para él.
—Es algo que solo él podía hacer —respondí sin dar más explicaciones, noté la mirada que me dedicó la hermana, que durante un segundo me hizo pensar.
La hermana Carolina, la dulce y sonriente y amable y alegre hermana Carolina. Siempre dispuesta a ofrecerte una palabra amable, un gesto, un detalle o una pasta. En los días que llevaba en el convento, se había mostrado atenta conmigo, siempre pendiente de que no me faltase nada. Tenerla al lado era una bendición.
Y no me fiaba una puta mierda de ella.
Había algo. Algo que era incapaz de identificar, pero había algo tras esa amabilidad. O debajo. O encima, o por algún lado, pero nadie era tan amable conmigo gratis, especialmente cuando tras casi una semana viviendo la vida monástica de madrugones y duchas de agua fría yo no era la persona más receptiva del mundo.
Pero en todo ese tiempo, el único secreto que había conseguido averiguar de ella era que fumaba a escondidas tabaco negro, y estaba convencida de que ya medio convento lo sabía.
Dejé escapar un suspiro. Quizás era paranoia, mi trabajo no era la hermana, no había motivos para pensar que tenía una agenda oculta. Quizás la falta de acción hacía que mi instinto de detective buscase algún otro hueso que roer.
Un todoterreno aparcó en la plaza, y las luces nos cegaron hasta que se desvanecieron junto al ruido del motor. Cuando recuperé la vista, un chico joven bajó de un salto del coche y se acercó al bar corriendo y jadeando con una risa mal disimulada.
—¡Ya está! ¡Ya ha llegado el cura! Y ha traído un montón. ¿Quién quiere verlos? —gritó asomando la cabeza al interior. Tras varios segundos de murmullos, varias cabezas asomaron del bar, contagiadas por la sonrisa que había traído el chico.
Carolina me miró extrañada y yo le sonreí divertida señalando al cuatro por cuatro. De él bajaron dos figuras. Uno era un cazador del pueblo, que bajaba y me dedicó una sonrisa en cuanto me vio en la terraza.
—¡Verónica! Un fiera tu amigo el italiano ¿eh? —Me hablaba a mí, pero su tono teatral también iba dirigido al público que se había congregado detrás nuestro mientras intercambiaban risitas—. Se ha dado de muerte, estaban por todos lados ¡hemos cazado un huevo de ellos!
Del coche bajó el Padre Marcello, cargando con un saco que pesaba como si estuviese lleno de piedras, y la sonrisa forzada del que no entiende muy bien lo que está pasando.
—¿Qué? ¿Habéis ido de caza? —preguntó Carolina sorprendida al descubrir el recado al que había enviado al padre—. ¿A cazar qué?
—Gamusinos —respondió el cura al acercarse cargando con el saco cerrado. Carolina contuvo la risa justo a tiempo y solo asintió mientras me dedicaba una mueca y una mirada de asombro. Entre el público, los más lentos que aún no habían recibido la noticia del extranjero al que había convencido de ir a cazar gamusinos dejaron escapar algún bufido cómico. El cura no pareció percatarse, tan ocupado estaba intentando no volcar el saco de piedras.
Porque eran piedras, por mucho que el padre Marcello creyese que se trataba de criaturas que no constaban en su no tan amplio conocimiento de español. Y pocas criaturas eran tan españolas como los gamusinos, que consistía en un engaño para los de fuera consistente en decirles que iban a cazar unas criaturas escurridizas pero sorprendentes, para llenarle la bolsa de piedras. En todo Torreardor no había nadie más de fuera que el pobre padre Marcello, tan lejos de su Nápoles natal. Un par de horas antes yo había convencido a base de euros a un cazador ocioso que lo llevase a cazar gamusinos, y que se encargase de no abrir el saco y desvelar la broma hasta que estuviese delante. Y el hombre había cumplido su palabra.
—Bueno —comenzó mientras me miraba —¿Le dejamos ya que vea lo que ha cazado?
—No —corté. El cazador me miró extrañado pero sin dejar de sonreír, suponiendo que quería alargar la broma—. ¿Cuántos dices que has cazado?
—Eh... ocho —improvisó—. ¿Por qué?
—Bien, ocho gamusinos... —dije mientras extraía la cartera de mi mochila—. A quince euros el gamusino... son... —Saqué un fajo de billetes de mi cartera, y empecé a sacarlos—. Ciento veinte euros ¿no?
—¿Qué? —Borró la sonrisa al ver los billetes, los billetes se sorprendieron, acostumbrados a producir el efecto contrario—. No. ¡Joder! No me dijiste que querías... comprar gamusinos.
El murmullo se extendió por el bar como una ola, produciendo risas al chocar con algunas personas.
—¿Para qué si no te habría pedido que fueseis a buscarlos? —pregunté, con normalidad—. ¿Es poco? ¿Ciento treinta por todo y me quedo con el saco?
Pude ver cómo un ángel diminuto se le aparecía en su hombro derecho, y cómo un demonio de tamaño medio hacía lo mismo en su hombro izquierdo llegando a escorarlo por el peso. Durante un segundo sintió lástima por mí, pero durante el resto de segundos siguientes debió de dejar de hacerlo, extendiendo su mano hacia el fajo, y señalando el saco.
—Todo tuyo... —concluyó el cazador, ante el público, que mantenía silencio confuso por el desarrollo de lo que creían que era una broma.
—¿Lo llevas al coche? No dejarás que cargue el pobre padre con él otra vez ¿Verdad?
El hombre se apresuró a meter los billetes en su bolsillo, y cargó con el saco, incapaz de quitarse la cara de estupefacción. Con algo de esfuerzo logró posarlo en el maletero de mi coche.
—Ya que estás... —le dije mientras dejó escapar un resoplido—. ¿Serías tan amable de ayudarnos a cambiar la rueda?
El cazador me miró, y el bulto que hacían los billetes en su bolsillo le obligó a sonreír mientras asentía con la cabeza.
Observó las marcas en mi rueda y luego me volvió a dedicar la misma cara de estupefacción que cuando le solté el dinero.
—¿Qué...? ¿Qué le ha pasado a la rueda?
—Creo que ha debido de ser un gamusino muy gordo. Hoy es noche de luna llena, están por todas partes.
El cazador dio un paso hacia atrás, y por un momento sintió el saco de piedras que acababa de posar en mi maletero moverse. Los tertulianos del bar observaban entre atónitos y divertidos como el cazador cambiaba la rueda de mi coche en un tiempo récord, y volvía rápidamente de nuevo al refugio de su bar.
Le dediqué una sonrisa mientras lo despedía con la mano, indiqué a Carolina y Marcello que subiesen al coche y arrancamos. En el maleterp había un saco de gamusinos que había conseguido a buen precio y sin apenas esfuerzo.
Ya tenía el cebo. Ahora me tocaba a mí ir de caza.
Una semana antes, en Barcelona, el padre Canastos me miraba desde la silla de mi despacho. Iba vestido de manera formal y alzacuellos, algo poco habitual en él, más acostumbrado a ocultar su profesión. A su lado una maleta de viaje le esperaba, fiel como un perrito.
—¿Un gigante os está robando las reliquias? —Incluso en mi propio despacho esa frase sonaba extraña, y en la puerta ponía “Parabellum, Detective Paranormal”, que ya dejaba el listón bastante alto antes de entrar.
—Suponemos que es un gigante, pero es difícil sacar información a una docena de frailes asustados y con voto de silencio. Por el momento se ha llevado el Dedo incorrupto de San Bernabé de Todas las Abstinencias y Los Santísimos Pelos de Marta del Martirio. —Sentí fascinación por el padre, y su poder de otorgar tanta solemnidad a nombres tan ridículos que apenas dejé escapar una sonrisa contenida—. Y tememos que vuelva a atacar.
—¿Dónde?
—En el Convento de Hermanas de la Santa Cabeza, en Ávila.
—¿Por qué creéis que ahora va hacia allí?
El padre me miró y me dedicó esa sonrisa amable que solía usar con los feligreses que le preguntaban si había vida después de la muerte. Él tenía la respuesta, claro que la tenía, pero no la iba a dar, al menos no directamente. En mi experiencia, esa sonrisa era un muro infranqueable, y el caso me intrigaba, así que decidí no perder más tiempo.
—¿Y por qué yo? No es que dude de mis propias capacidades profesionales, pero la Iglesia siempre ha insistido en mantener la mierda dentro del convento, con perdón, padre. Me extraña que de golpe me vengas con un caso de este calibre, y no lo estés resolviendo tú.
Mi modestia no surgía de la nada. El padre Canastos no era un cura al uso. La Iglesia se ha tenido que enfrentar a muchos exorcismos, milagros y demás asuntos demasiado incontrolables para dejarlo en manos ajenas al Vaticano. Canastos destacaba en España en una rama poco conocida del catolicismo, para la cual debías saber disparar, pelear y bendecir agua a más de dos litros por segundo. Normalmente el propio padre era el que se encargaba de gestionar asuntos tan extraños que era mejor que quedasen escritos en los márgenes de los textos sagrados. Y a él era a quien recurría yo para asuntos que superaban mis limitados conocimientos de la Biblia. O para conseguir bendiciones rápidas, pocos curas bendicen un cargador de 9mm sin mirarte al menos un poco raro.
En definitiva, el padre Canastos hacía el bien a base de tiros, repartía la comunión con la mano abierta y de vez en cuando me venía con algún trabajo bien pagado. En días así me daban hasta ganas de marcar la casilla de la Iglesia en la declaración de Hacienda. Pero tampoco me duraba mucho.
—Me temo que tengo asuntos más urgentes en Roma. Un riesgo de cisma. —Arqueé la ceja de manera interrogativa, y esta vez Canastos cedió ante mi curiosidad—. Alguien ha planteado que, si la Santísima Trinidad son tres y a la vez uno, antes del nacimiento de Cristo eran dos, pero al mismo tiempo seguían siendo uno, Cristo no cuenta como uno para... No te rías Verónica, sé que parecen tonterías, pero la última vez que en la Iglesia Católica alguien planteó algo parecido Europa acabó dividida. Es algo de extrema importancia, o no dejaría el futuro de una de las reliquias más importantes de nuestro patrimonio en tus manos.
Asentí, intentando quitarle hierro al asunto con un gesto.
—De acuerdo, padre. Cuenta con mi ayuda ¿Cuánto tiempo tengo para prepararme?
—Según nuestros cálculos, sabiendo que solo se mueve de noche y la distancia desde la última vez que fue visto, el gigante atacará el monasterio a principios de la semana que viene. La madre superiora está sobre aviso, y uno de mis hombres, el padre Marcello, te ayudará en lo que necesites.
Una terrible idea cruzó por mi cabeza.
—No voy a tener que disfrazarme de monja ¿verdad?
En ese momento, y con el frío de la noche de la sierra hubiera pagado un dineral por un hábito de monja, pero no había hecho falta. La madre superiora había aceptado sin ningún tipo de disputa mi alojamiento sin preguntarme por mis antecedentes eclesiásticos. Por suerte.
El papel que me había entregado el padre Canastos firmado por el mismo arzobispo era más que suficiente para abrirme paso, y de cara al resto de monjas yo era una profesora de universidad que venía a ayudar al padre Marcello a estudiar el arte del monasterio. Por primera vez en los más de diez años que hacían desde que había dejado la carrera, mi título de Historia del Arte servía para algo.
Metí los brazos por dentro de mi sudadera y me abracé a mí misma. El chubasquero que me cubría no me quitaba el frío de principios de noviembre, y llevaba demasiado tiempo agazapada escondida entre los arbustos, esperando.
Había dejado a las hermanas en el convento, tras prohibirle a nadie que abriese el saco de gamusinos. Si alguien mirase en su interior demasiado pronto la magia se rompería, y los gamusinos volverían a ser un montón de piedras. Tras eso había dejado el coche aparcado al final de una pista, y había arrastrado el saco hasta un desfiladero que según mis fuentes sería el único paso entre el convento y el camino que debía cruzar el gigante. Tras cargar a las criaturas, que empezaban a moverse dentro del saco inquietas, azuzadas por los rumores que ahora mismo debían estar corriendo por el bar del pueblo más cercano, entré en calor hasta el punto de que me permití el lujo de arremangarme la sudadera.
Pero eso había sido hacía ya un par de horas y, en esta época del año, en la sierra, y cerca de un arroyo el frío y la humedad iban a acabar conmigo antes de que el gigante llegase a oler siquiera las criaturas.
Y las iba a oler, claro que sí. Aún no tenía suficientes datos como para averiguar con qué tipo de gigante me iba a enfrentar, pero si todos los gigantes tienen algo en común, además de poder sacarle una cabeza a cualquiera ya fuese en altura o tirando fuerte con la mano, es que son carnívoros. Si bien sus dietas pueden variar y alguno prefiera más la carne de humano que la de vacuno, a lo que no se podían resistir era a la carne de otras criaturas mágicas. Especialmente a una especie tan escurridiza como eran los gamusinos, que solo podían existir bajo el engaño.
Por eso sabía que el gigante pasaría por ahí, y yo lo estaría esperando, bien armada y bien preparada.
Y congelada.
Guardé el papel con migas que hasta hacía unos minutos contenía las pastas caseras que me había preparado la hermana Carolina y busqué en mi mochila algo con lo que entrar en calor. Saqué mi neceser de runas intentando recordar alguna que pudiese ayudar. Hurgué entre ellas, piedras grabadas la mayoría con símbolos nórdicos y alguna que otra de origen celta. Normalmente eran caras, y las que yo tenía no solían ser muy potentes o no poseían intrínsecamente mucha magia. Mis dedos encontraron entre ellas una runa de fuego, alargada, grabada en madera de alcornoque. Al partirla a la mitad, se consumía en llamas. Era estúpidamente cara para ser una cerilla con ínfulas, pero nunca estaba de más llevar una. De todas maneras, si prendía una hoguera el gigante me olería, así que por el momento sería mejor descartarla.
Guardé la runa en el bolsillo de mi pantalón prometiéndome usarla si dejaba de notarme los pies. Mis dientes castañeaban, y el frío me envolvía, húmedo, atacando cada vez que me movía y dejaba de abrazarme a mí misma, pero no tenía ganas de delatar mi escondrijo a cambio de unos pocos grados de temperatura. Al menos todavía no.
Cerré la mochila, y observé mi mano, sorprendida. La hija de puta había sacado un caramelo sin haberle consultado al cerebro previamente. Lo sopesé en la palma, y sin querer pensármelo demasiado lo desenvolví y lo metí en mi boca.
El frío no desapareció, pero pasó a segundo plano mientras me entretenía con el dulce que bailaba en mi boca. Los dientes dejaron de castañear, y durante varios minutos el tiempo pasó volando.
Llegué incluso a relajarme y disfrutar del paisaje. El cielo estrellado y sin nubes a pesar de la época, la luna llena alumbrando con tonos plateados el borde del desfiladero, el ruido constante y relajante del arroyo, las siluetas de los montes que se adivinaban por la falta de estrellas en el horizonte, la figura que se acercaba por el desfiladero...
El subidón de adrenalina me sacó de mi estupor casi narcótico, y en mi interior se organizó un zafarrancho de combate. Cargué la mochila al hombro y desenfundé la pistola. Me quedé clavada en el sitio pero tensa, observando inmóvil como la figura se acercaba al saco, tanteándolo.
Me contuve de respirar durante varios segundos, mientras la enorme mole observaba el anzuelo de gamusinos. Demasiado fácil, le parecían decir todos los instintos. Su cerebro debió mantener un intenso debate interno mientras intentaba adivinar si “demasiado fácil” era algo bueno o malo tratándose de comida, pero el olor embriagador de los gamusinos que se retorcían y chillaban como locos dentro del saco era demasiado atrayente.
El gigante agarró la bolsa y con avidez introdujo su enorme manaza en el interior. Una descarga eléctrica iluminó el desfiladero durante una milésima de segundo, y el monstruo quedó paralizado dejando caer el saco, del que una multitud de figuras indefinibles salieron huyendo despavoridas.
El hechizo que el dinero del padre Canastos me había permitido comprar había funcionado tan bien como esperaba, activándose en cuanto el gigante intentó abrir la bolsa. El brujo de Barcelona que me lo había preparado me había asegurado que era tan potente que sería capaz de paralizar a tres rinocerontes.
Con cuidado, me acerqué a la criatura, inmóvil, que, con la luna llena detrás, solo parecía una enorme masa negra indistinguible de otras montañas. Cuando estuve a pocos metros de él, me di cuenta de la engañosa perspectiva de la luna. El gigante era grande, mucho más grande de lo que me había imaginado.
Si tuviese que decir una cifra, diría que parecía tan grande como cinco rinocerontes.
La bestia dejó escapar un grito de rabia, y el hechizo que lo contenía estalló en miles de pedazos, junto con mis ilusiones de un trabajo fácil.
Hay demasiadas criaturas mitológicas, y nunca antes me había enfrentado a un gigante, así que hacer deberes nunca estaba de más. Había investigado todas las leyendas posibles sobre estas enormes bestias, y lo único que llegué a descubrir era que había muchas y muy diversas. Existían pocas maneras comunes de acabar con uno. Los vampiros eran criaturas temibles, que se alimentaban de sangre, podían cambiar de forma o incluso controlar mentes, pero al menos todos tenían la decencia de dejarse matar con una simple estaca de madera.
Por si acaso, y sabiendo que la criatura era probablemente hija de nuestra cultura, el cargador de mi Glock estaba cargado con balas especiales para la ocasión. La Iglesia Católica había entrado con fuerza en nuestra mentalidad común, y todas las criaturas que no fuesen humanas, eran vistas bajo nuestros ojos como relacionadas con el demonio, tuviese o no nada que ver el infierno con su creación, así que Canastos estuvo un buen rato santiguando mis cargadores. Por otro lado, si bien en nuestro país la religión estaba atada a nuestra cultura popular, nosotros, suspicaces por naturaleza, nunca habíamos dejado nuestras supersticiones paganas de lado. Y entre las más efectivas estaba la sal. Un círculo protector de sal, un poco de sal detrás del hombro... eso espantaba a la mayoría de criaturas creadas en la península.
Antes de que el gigante descargase sobre mí un puño del tamaño de mi primer apartamento, vacié un cargador entero de balas saladas y benditas en su brazo. Por un momento los dos intercambiamos miradas, sorprendidos al mismo tiempo de que esas diminutas balas hiciesen efecto en tan enorme objetivo. La criatura dejó escapar un grito que hizo retumbar el desfiladero, y comenzó a huir asustado y sorprendido de que una cosa tan pequeña como era yo pudiese haberle hecho daño.
El gigante corrió despavorido saltando por encima de mí, y sentí como un par de aludes cayeron a mi alrededor. Cuando me atreví a abrir los ojos, el gigante seguía avanzando colina abajo siguiendo su camino. Su encontronazo conmigo no había detenido su avance, y se dirigía hacia el convento con un paso acelerado que hacía temblar las hojas de los árboles de toda la sierra.
Comencé a correr en su dirección, consciente de que sería imposible de alcanzar, pero animada por la nueva información que nuestro breve y asimétrico encuentro de miradas me había proporcionado: Un solo ojo. Un cíclope, o como lo llamaban en esta parte de España: un jáncano. Y si bien los gigantes son demasiado genéricos, los cíclopes tenían un punto débil común, una nueva información que podría explotar en mi favor.
Y a ese bicho le iba a salir por un ojo de la cara.
Cuando llegué jadeando a mi coche, la criatura ya me llevaba varios minutos de ventaja. Mientras aceleraba el motor haciendo saltar la gravilla de la pista, intenté marcar el número de teléfono del convento. Sonaron varios tonos de llamada en el manos libres, pero a las horas que eran, ninguna de las hermanas parecía oírlo.
Aprovechando que todavía no había ninguna monja al otro lado de la línea solté un par de blasfemias mientras conducía a toda velocidad por pistas de tierra y piedras a las que mi coche intentaba desesperadamente agarrarse.
La senda tomaba una curva que el jáncano había decidido obviar creando su propio atajo. Me obligué a seguir por el camino, que era la ruta en coche más rápida hacia el convento, y en cuanto alcancé la carretera comarcal que llevaba hasta mi objetivo cambié de marcha y pisé el acelerador hasta tocar fondo.
Aprovechando el asfalto apreté el botón de rellamada, y el tono volvía a sonar en los altavoces de mi coche. Nadie descolgaba, si alguien en el convento oía el teléfono a esas horas, seguramente se escondería bajo las sábanas rezando para que fuese problema de otra persona. Durante un par de minutos más seguí conduciendo frenéticamente haciendo crujir mi coche con cada una de las curvas que tomaba por los pelos. Finalmente, y tras cuatro llamadas conseguí que alguien respondiese al teléfono.
—¿Quién llama a estas horas? ¿No sabe que esto es un convento? ¡Va a despertar a todo el mundo! —No reconocí la voz de la hermana, pero su tono era tan asertivo que estuve tentada de pedir disculpas y colgar.
—¡Bien! ¡Despiértelas! —conseguí recomponerme—. ¡Un gigante va hacia el convento! ¡Despiértelas y haga que salgan cagando hostias de ahí! — Lamenté la blasfemia al momento, pero tenía otras preocupaciones en la cabeza.
—¿El gigante? Pero... —No llegué a averiguar cuál era su pero. Un enorme estruendo que saturaba el audio del teléfono sonó en los altavoces de mi coche, y con los gritos ininteligibles de la hermana la llamada se volvió a cortar.
Durante varios segundos, el motor revolucionado de mi coche fue lo único que oí, y tras un minuto de silencio en los que ni siquiera me atrevía a imaginar lo ocurrido, llegué a la señal que indicaba el Convento de Hermanas de la Santa Cabeza, monumento histórico.
Entré demasiado rápido, y el peso de mi coche hizo derrapar las ruedas traseras en la gravilla, golpeando un costado contra la señal marrón. Logré corregir la trayectoria, aún no acostumbrada al gran tamaño de mi coche nuevo. Subí la cuesta que llevaba hasta el monasterio, y pude ver el caos que se había producido en los ocho minutos que me había costado llegar.
Frené en seco y me bajé del vehículo, que pitaba molesto por dejar las luces encendidas y la puerta abierta, como si atender a unas monjas heridas fuese más importante que él.
Corrí hacia un enorme agujero en la pared del que salía una luz parpadeante. En su interior pude ver al padre Marcello y a una monja alta, asustados, pero afortunadamente enteros. Estaban en la sala de las reliquias, cuyos carísimos muebles de caoba y oro estaban astillados, y las piedras que conformaban sus muros, esparcidas por el suelo.
—¿Estáis bien?
El padre, que aún llevaba la parte inferior del pijama, me miró asustado. Puede que trabajase para Canastos, pero nada en la Santa Iglesia le había preparado para la visita del jáncano. La hermana parecía más entera, su rostro severo me miraba molesta adornado con un mechón rubio que escapaba de su hábito.
—¡Estamos bien! —reconocí el tono y la voz de la monja que había cogido el teléfono minutos antes—. ¡Pero esa criatura del demonio se ha llevado la cabeza!
—¿De quién? —se me escapó antes de recordar que la reliquia por cuya protección ya había cobrado era la cabeza de Santa Paciencia—. ¡Oh! ¡La cabeza! ¡Claro!
La mirada molesta de la monja me hizo retroceder instintivamente y al tragar saliva casi me atraganto con el caramelo que milagrosamente se mantenía en mi boca.
Volví corriendo al coche, que seguía increpándome por abandonarlo con las luces encendidas, y arranqué de nuevo. Seguí el surco que había dejado el gigante, cuyas huellas se marcaban en el suelo de tierra y en los árboles arrancados y partidos por la mitad. El rastro provocado por el alud humano continuaba cuesta abajo y, si quería recuperar la cabeza, tendría que hacer lo mismo.
Aceleré, activando el cuatro por cuatro, y avanzando de manera torpe pero decidida por el surco que había dejado la bestia. Por culpa de los baches mi cabeza, a pesar de la notable diferencia de altura, rozó el techo. La suspensión, mientras aceleraba a medida que seguía descendiendo y perdiendo el control, crujía como las rodillas de un octogenario.
Al acabar un accidentado descenso monte a través, el improvisado camino desembocó en la nacional que llevaba a Ávila y mis ruedas respiraron aliviadas al volver a pisar asfalto. A los pocos metros la carretera cruzaba un riachuelo mediante un antiguo puente de piedra. Al lado de este reposaba la silueta del ciclópeo gigante, jadeando como un castillo hinchable apuñalado. Puede que fuese enorme, pero también estaba gordo, y la carrera cuesta abajo parecía no haberle sentado bien.
En cuanto notó las luces de mi coche se giró, con la frente perlada de sudor y los pelos y barbas húmedos con agua del torrente que había usado para refrescarse. Guardaba con recelo algo en su mano que no tuve que pensar mucho para adivinar que era la reliquia. Tardé un segundo en leer sus intenciones y entendí qué le había empujado a robar tantas. Si la carne de gamusino le atraía por su carga mágica, a una criatura antropófaga como el jáncano, los literales huesos de santo debía parecerle un verdadero manjar. No solo eso, al desacralizarla con sus fauces, lo más probable es que además se alimentase de parte de su poder. Por eso el gigante iba de convento en convento robando las reliquias: había probado una y quería más.
Abrió la boca, dispuesto a introducir en ella el paño que guardaba su botín, y en cuanto llegué al puente detuve el coche justo a la altura de su cara. Saqué el arma por la ventanilla y empecé a disparar en dirección a su cabeza. Su punto débil era el ojo, y si bien el caramelo había templado mis nervios, la adrenalina hacía imposible que pudiese acertarle a un objetivo tan pequeño y lejano.
Por suerte la munición especial hizo su efecto al impactar contra su hombro y el jáncano gritó de dolor dejando caer el bulto de tela a la orilla del río entre chillidos. Al ver la reliquia lejos de sus fauces, dejé escapar un suspiro de alivio, pero mi cerebro me recordó que no había acabado, que aún tenía un monstruo del tamaño de dos autobuses frente a mí, y que ahora que había captado su atención tendría que dar explicaciones sobre mi brusco comportamiento y mis malas maneras.
Hice recuento en mi memoria reciente, y calculé que me quedaban dos balas en el cargador de la Glock. Asomé medio cuerpo por la ventanilla, cogí aire, y apunté al ojo del jáncano.
Apreté el gatillo dos veces. La primera bala salió demasiado alta, y la segunda quizás hubiera acertado en su objetivo si no fuese porque me había equivocado al contar y no había segunda bala. Con un chasquido seco mi pistola me recordó que debía darle de comer, y antes de que pudiera darme cuenta, el jáncano contraatacó, asestando un puñetazo a mi coche, que por muy grande que fuese encajó el gancho en todo el morro con tanta fuerza que dio una vuelta de campana hacia atrás, aterrizando boca arriba, con las cuatro ruedas al aire.
Al impactar contra el suelo, los cristales estallaron al unísono y todos los airbags saltaron intentando defenderme de un accidente para el que no estaban preparados. Me golpeé la cabeza contra el techo y todo se volvió negro durante unos segundos. El tiempo justo para notar la sangre brotarme de la frente, y ver cómo me acababa de tragar finalmente el resto del caramelo.
Cuando llegó a mi estómago, noté una agradable calidez, justo antes de perder la consciencia. Sentí cómo la adrenalina descendía, embriagada por una ola de serenidad sobrenatural. Sentí cómo el dolor de todas mis heridas desaparecía, o al menos se mitigaba. Sentí cómo volvía a salir de un sueño, más despierta que nunca, con fuerzas para enfrentarme a cualquier cosa.
Sentí cómo la ambrosía volvía a recorrer mi cuerpo.
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