Soy Verónica Guerra, alias Parabellum. Soy a quien llamas cuando la chica de la curva te ha robado el coche. Soy a quien necesitas cuando alguien te deja una cabeza de unicornio en la cama. Soy a quien recurre el hombre del saco cuando un extraño se mete en su casa.
Soy detective paranormal y me enfrento a diario a los sucesos más extraños que puedas imaginar.
Pero acabo de encontrarme el cadáver de un dios griego en el maletero del coche. Y hasta yo tengo un límite.
Me limpié la sangre de la mano y encendí el volumen de la tele.
- ¿Qué coño ibas a decir de mi abuela? - gritó Inés. Bajé el volumen para que su agudo y enfurecido chillido de hámster no me reventase los tímpanos. - Ya me has humillado con ese apodo ¿Qué más trapos sucios vas a sacar? ¿Te crees que me importa? No sé de dónde has sacado lo de Inecia, pero créeme que lo descubriré, demostraré que eres un farsante. ¡Demostraré - bajé aún más el volumen, por lo visto aún podía gritar más - que los fantasmas y la vida más allá y los espíritus son chorradas sin sentido!
- Los espíritus han vuelto - exclamó con alegría y calma Doña Lola de María. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su cara en cuanto volvió a sentirse cómoda rodeada de muertos. - Están entre nosotros.
La doctora Arteaga la miró molesta por interrumpir su estallido con un mensaje tan opuesto y unas formas tan calmadas. El gurú la miró, confuso, intentando interpretar lo que ocurría al otro lado de su radio. Carlos la miró con una sonrisa de satisfacción. Incluso el público reaccionó con un clamoroso silencio.
Doña Lola de María se levantó del sitio y comenzó a escuchar a su alrededor en silencio. No era el mismo que la última vez, era un silencio medido. Servía para crear expectación. También le permitía escuchar las palabras que debía decirle el recién liberado espíritu de Doña María Pinilla.
Cuando dio por finalizado su momento, señaló al Sacrosanto Gurú.
- Eres la vergüenza de la profesión. Eres una vergüenza de humano. Eres la vergüenza de tu apellido, Manuel Pinilla. - alguien entre el público debió reconocer el apellido y dejó escapar un grito de sorpresa. El culebrón se volvía cada vez más enrevesado, como buen culebrón. - Tu madre era una de las mejores médiums del mundo. Una verdadera artista, capaz de realizar verdaderas proezas con sus poderes espirituales y sin ellos.
- ¡¿Qué sabrás tú de mi madre?! - Respondió nervioso Pinilla intentando subirse a su propio asiento.
- ¡Más que tú, carcamal! - respondió mi amiga con fiereza y una voz que no era la suya. Arancha nunca hubiera usado carcamal como insulto, le sabría a poco. Había dejado entrar al espíritu de la vieja médium en su cuerpo. - ¡Cuando fallecí mi espíritu quedó atrapado en mi bola de cristal! Veinte años que me pasé en el fondo de una caja rezando porque alguien me sacase de ahí. Y cuando mi propio hijo me encuentra... encuentra a su madre atrapada, en lugar de liberarla... ¡Se aprovecha de mi poder!
- ¿Doña María Pinilla? - Carlos decidió aprovechar para recordar que era periodista en ese momento, aún así la pregunta salió de su fascinación - ¿La célebre médium? ¿Es usted?
- Sí, guapetón, soy yo. - La mujer aún en el cuerpo de mi amiga pareció percatarse de que estaba en un estudio de televisión y, acostumbrada a la fama como estaba, no tardó en reaccionar. - Y este Sacrosanto Gurú de No Sé Qué Leches en Vinagre es mi hijo, el tarambana. Me tenía atrapada haciendo todo el trabajo sucio, atrayendo a los espíritus para él. Y ahora que he sido liberada al fin, y antes de irme de una vez por todas al más allá que durante tanto tiempo se me ha negado, quiero dejar clara una cosa: Este carcamal ni es sacrosanto, ni gurú, ni hindú ni es capaz de hablar con los muertos. ¡Es un farsante!
De un golpe seco le derribó el turbante, mostrando el pequeño comunicador de su oído.
- ¡Ja! ¡Lo sabía! - La doctora Inés se aferró feliz a su pequeña victoria. Un fantasma le había ayudado a demostrar que los fantasmas no existían. Frunció el ceño.
- ¡Pero mamá...! - empezó a llorar el Desacrado Sacrosanto.
- ¡Ni mamá, ni leches! ¡Tunante! ¡Que eres un tunante!
Y su alma desapareció en busca de un más allá que estaba más lejano que el plató de televisión. Mi amiga se quedó quieta en el sitio mientras recuperaba el control sobre su propio cuerpo. Había lágrimas de emoción en sus ojos.
- Era ella... - sonreía. No todos los días conocías a tu ídolo de infancia, especialmente después de muerto. - Doña María...
Inés se giró, su pequeña victoria estaba siendo fagocitada por una mayor que tenía a la audiencia ensimismada.
- No intentes venderme tus tonterías ahora tú, ya he demostrado que este tipejo - señaló al hombre ridículamente vestido que sollozaba en el sillón en prime time - era un farsante. ¿Te crees que tú eres distinta? No sé qué truquitos os traéis tú y tu amiga, pero pienso demostrar que...
- Inecia...- Arancha le puso la mano en el hombro a la doctora, con una calma de movimientos impropia de ella. Los espíritus habían vuelto y Arancha estaba explotando sus poderes al máximo, dejando pasar a cualquiera de ellos que tuviese algo que decir. - Siento que ese nombre te haya causado tanto dolor...
- ¿Qué intentas...?
- Pero es que eres necia, Inesina. Cabezuda y testaruda, como tu padre. - La doctora abrió la boca, pero si intentó decir algo, no le salió. - No te lo tomes como algo malo... Esa testarudez te ha llevado a donde te ha llevado, tú sola, y te llevará aún más lejos. Sé que eres capaz.
No fueron sus palabras. La Doctora Arteaga no necesitaba datos o información que solo un espíritu podía darle. Reconoció el tono de voz, reconoció la forma de hablar. Reconoció a su propia abuela.
- No puede ser... - las lágrimas empezaron a dibujarse en los ojos de la tercera invitada. Carlos había logrado un hat trick en su programa. Posiblemente sus propios ojos se humedecieron emocionados pensando en el share y la repercusión de estas imágenes.
- Si puede ser... - dijo el espíritu con la voz de mi amiga. - Si alguien puede demostrar que es posible eres tú, Inecia...
Y justo ahí cortaron para publicidad.
- ¿Y por qué coño me cuentas todo esto, Verónica? - preguntó Killian, el mal hablado clurichaun. Se sirvió otra cerveza y me miró sentado en un taburete de su propio bar.
- Nos libramos del gurú y liberamos a su madre, pero sin querer azuzamos a alguien a quien no deberíamos haber molestado. La doctora Inés, desde entonces, ha duplicado sus esfuerzos en intentar demostrar que hay hechos inexplicables viviendo entre nosotros.
- ¿Y qué cojones me importa? - me preguntó uno de esos hechos inexplicables mientras bebía su cerveza más rápido de lo que tardaría en derramarla en el suelo.
- Pues por que ha entrado en tu bar, ha pasado al lado de un demonio y se ha sentado en la mesa de al lado de los licántropos que están viendo el partido.
- Bueno ¿te crees que ibas a ser la única humana bajita, con gafas, cabezota y molesta que dejamos entrar en este sitio? - rezongó el duende. Me quejé con un ruido. Yo no era tan bajita. - Si tanto te preocupa, acércate a ver qué quiere.
Murmuré alguno de los insultos que había aprendido después de tantos años conociendo a Killian. Caminé hacia su mesa y me senté frente a ella con mala cara. No fingió sorpresa, me recibió con una sonrisa. Me esperaba.
- ¿Qué haces aquí? - le espeté.
Me miró, con una sonrisa esperanzada, mirando alrededor. Era incapaz de ver las verdaderas formas de las criaturas que se escondían tras las ilusiones del bar. Aún así parecía sentirlas, parecía notar su existencia, confirmando lo que tanto tiempo había sospechado.
- Hola, Verónica. O Parabellum. O como prefieras... - me sonrió. - Tengo tantas preguntas que hacerte...
La mujer bajita, testaruda y de gafas gruesas había entrado en el Rainbow's Arse a hacer preguntas. Ni siquiera se percataba de lo molesta que resultaba su presencia.
Había que ser muy necia para no darse cuenta.
En las pantallas del pasillo la discusión entre el presentador, la científica, la médium y el gurú llegaba a niveles espirituales insospechados, y comenzaban a oírse las primeras palabrotas. Ni siquiera el calmado vidente era incapaz de contener la bilis que el presentador recolectaba con facilidad. Aún así, parecía que el Sacrosanto Gurú de las Narices tenía las riendas. Arancha era incapaz de usar sus poderes, Inés buscaba entre sus aparatos alguno que ayudase a desmontar la mentira del pseudo hindú, Carlos se defendía con fiereza de los ataques personales que le lanzaba éste. Tenía que ayudarles y pronto. Solo tenía unos minutos antes de la siguiente pausa publicitaria.
Abrí la puerta del camerino con cuidado de no hacer ruido. No sabía qué me esperaba exactamente al otro lado, pero contaba con al menos decenas de espíritus flotando y brillando en un torbellino de almas que crease un vórtice al más allá.
En la habitación oscura, iluminada solo con velas y una televisión mostrando el programa no había ni un alma. Al menos no fuera de su sitio.
La única que había estaba en un cómodo cuerpo. La ayudante del Gurú estaba sentada en la silla de su camerino, hablando con varias personas. Ninguno de sus interlocutores parecía estar ahí.
- Vale ¿quieres acabar de hundir a ese gilipollas? - me sentí avergonzada al haber presupuesto que la mujer oriental no hablaría mi idioma. Lo hacía con desparpajo y acento de Hospitalet. Aún seguía llevando su exótico disfraz, pero lo tenía abierto y descolocado por comodidad. - Creo que tenemos a un espíritu que conoce a su marido, el futbolista. Ya verás como atacando por ahí se deja de intentar tocarte los cojones.
Hablaba con el No Tan Sacrosanto Gurú por una radio.
Busqué en el interior de mi chaqueta y saqué el arma con cuidado, apuntándola mientras seguía hablando. Apreté el gatillo, y mi móvil comenzó a grabar el vídeo.
- ¿Que dice qué? - la mujer se carcajeó. - Que lo intente, a ver si le dejan. Un inhibidor de frecuencias en un plató de televisión, ¿esa doctora se cree que le van a dejar usarlo? - miró a la televisión que mostraba a la doctora de pie, perdiendo los estribos - ¿Por qué te crees que hacemos estas cosas en directo, Inecia? Si quieres demostrar que usamos una radio, tendrás que currártelo mejor.
La mujer en la pantalla silenciada gritaba y se abalanzaba sobre el gurú.
- ¡Eh! - la mujer se aferró a la silla, preocupada. - No, no, no, Manuel, el turbante que no lo toque. Dile que es muy insensible por su parte, joder, que es algo cultural. - Pensó durante un segundo y se rió de su propia idea. - Dile que es como si tú le arrancases el sujetador en directo, ya verás cómo te ganas al público.
En la pantalla, el gurú dijo algo que no pude oír y las cámaras enfocaron al público mientras se reía.
- Muy bien, ¿esa tipa quiere guerra? Vamos a ver qué más información sacamos de su abuela...
Apreté el botón del móvil y dejé de grabar. Tenía bastante para demostrar que eran unos farsantes. Le envié el vídeo al teléfono que me había pasado Carlos antes del programa y guardé el móvil. No había venido por eso. No solo al menos.
- A ver, tú - continuó la mujer. - Pregúntale más trapos sucios a la abuela de la doctora, vamos a acabar de humillarla. Y mira a ver si eres capaz de encontrar a alguien que pueda decirnos algo de esa Lola de María, no me fío un pelo, está muy callada.
- No... - respondió otra voz en el interior del camerino. Había dos voces y solo un cuerpo, no me salían las cuentas. - Sus padres están muertos, pero soy incapaz de invocar a sus espíritus, se resisten.
- ¡Pues los traes a la puta fuerza! ¿No eras la mejor médium de España? Pues controla a esos espíritus y oblígales a venir. - la ayudante levantó una esfera de cristal del tamaño de una pelota de tenis hasta ponerla frente a su cara. En su superficie pulida, un rostro cansado se reflejaba. No era el suyo. - ¿O quieres que devolvamos tu querido Cristal del Futuro a la caja donde la encontramos durante otros veinte años?
- Suéltala. - dijo otra voz en el interior del oscuro camerino. Era la mía, pero aún así me sorprendió. Había arruinado el factor sorpresa solo por hacerme sentir la heroína defensora de almas. Típico de mí.
- ¿Quién cojones? - la mujer se giró, intentando esconder la esfera tras ella. - ¿Qué haces aquí? ¡Esto es una habitación privada!
Pude ver en la pantalla de televisión un primer plano del Sacrosanto Gurú. Su rostro se descompuso tras oír a su ayudante por el pinganillo que ocultaba en alguna parte de su turbante.
Señalé el reflejo asustado de la vieja médium que se mostraba en la esfera de cristal.
- Libera a Doña María.
- ¿O qué?
Me abalancé sobre ella a modo de respuesta. Desgraciadamente, sin mi factor sorpresa y con mis nulas habilidades para el combate cuerpo a cuerpo me esquivó con facilidad. Caí sobre la mesa derribándola y acabé aterrizando en el suelo. La ayudante aprovechó mi despliegue digno de las tomas falsas del Circo del Sol y me dio una patada en las costillas que me hizo ver las estrellas. Me abracé a mí misma en posición fetal y comencé a balbucear mientras la ayudante seguía insistiendo con su pie en mi costado.
- ¿Quién coño eres? -patada - ¿Te crees que puedes venir a mi camerino e intentar calzarme una hostia? - patada - ¿A mí? - patada - ¿A la Jessica?
- No intentaba pegarte - solté entre lágrimas. Realmente si lo había intentado. Para una vez que me encontraba a un enemigo de mi talla y parecía ser cinturón negro en palizas callejeras. Mascullé entre dientes. - Solo quería agarrarla aprovechando de que eras imbécil...
- ¿Qué coño me has llamado? - la mujer me levantó de la chaqueta y me acercó a su desquiciada cara, que tenía aspecto de ser la pesadilla de ciertos polígonos. Aproveché la cercanía para reventarle el Cristal del futuro en la cabeza.
- Imbécil. - repetí amablemente.
- Me has robado mi Multímetro Ambiental. - me alegré de saber su nombre, estaba empezando a quedarme sin sinónimos de cacharro para definir a ese cacharro.
- Y te lo he devuelto, sólo te lo he cogido prestado. - me defendí. La doctora Inés Arteaga me miraba con incredulidad ante mi descaro. Yo le sonreí inocente. Su compañero de despacho nos miró con el mismo interés con el que presenció mi robo dos días antes y volvió la mirada a su pantalla.
- Me lo has devuelto roto. - gruñó mientras volvía a colocarle la tapa de nuevo tras haber hecho una operación rápida a circuito abierto.
- Tú misma acabas de decir que solo ha sido una sobrecarga. Solo has tenido que cambiar un.. de esos. - Señalé un montón de esos que tenía en la mesa. Eran como una cosa, pero más bien parecían un cachivache.
- Me da igual. Me lo robas, me lo rompes... ¿Y ahora quieres que te ayude?
- No, no, no... - La interrumpí. - No vengo a pedirte ayuda, vengo a ofrecértela. ¿No quieres desenmascarar al Gran Gurú que te jodió la vida?
- No me jodió la vida, simplemente me dio un mote nuevo.
- Inecia. - asentí. Su compañero de despacho dejó escapar una sonrisa, delatando que realmente estaba más pendiente de lo que parecía. La doctora dejó escapar un suspiro mientras encendía el Multímetro. Intenté tirar de otro hilo. - Además, ¿no tienes curiosidad por saber cómo hemos sobrecargado tu Multímetro? Imagina qué clase de poder espiritual puede hacer que...
- ¡No me vengas con chorradas! Es hiper sensible, está calibrado para captar débiles cambios electromagnéticos generados por espíritus. Un simple teléfono móvil podría sobrecargarlo.
Mi teléfono móvil aprovechó ese momento para sonar avisando de un mensaje. Era Arancha, preguntando si había convencido a la Doctora Inecia para que trabajase con nosotras.
La observé, mientras miraba su humeante cacharro con gesto de frustración.
“Estoy en ello”, respondí.
Carlos Armesto nos debía un par de favores a mí y a Arancha: algún minotauro en su casa, algún novio secuestrado, algún fantasma pirómano en su boda... Pero me gustaba pensar que si nos había ayudado esa noche era por que ya nos unía una amistad.
Y no era fácil ser su amigo. No porque resultase una persona difícil, lo contrario. Era un amigo atento, encantador y con el que siempre podías contar. Pero ante las cámaras se transformaba en un monstruo despiadado capaz de alimentarse de sus víctimas, o al menos de su humillación en directo. Ver cómo atacaba a la hija de un torero con palabras ácidas capaces de corroer hormigón chocaba con la idea del sonriente anfitrión que no se cortaba a la hora de llenarnos las copas de su vino más caro.
Su programa no tenía nada que ver con el de Armanda a la tarde. Tenía presupuesto, tenía audiencia, tenía buen horario. Era consciente del esfuerzo que tuvo que hacer para hacer un hueco a los tres invitados. El Gran Gurú no se lo pensó cuando fue llamado por Armesto, era el siguiente paso en su meteórica carrera. La Doctora Inecia había alcanzado fama en Internet gracias a su humillación, había costado convencerla, pero desenmascarar al gurú era suficiente motivación. Arancha estaba nerviosa en su asiento, recordando su última aparición ante las cámaras. Le debería un favor muy grande a Carlos, después de eso.
La pausa publicitaria estaba a punto de acabar tras diecisiete minutos contados usando los dedos de la mano. Me preparé tras la puerta que daba paso al plató. Entre las sombras, detrás de las cámaras, el único lugar donde me sentiría cómoda en el circo en el que me encontraba.
La señal se encendió, el público aplaudió y dieron paso a las fieras. Desde mi puesto en la lejanía se oían los latigazos que proporcionaba Carlos, la entereza con la que los lidiaba el Gran Gurú, los gritos nerviosos de la Doctora Inés y la calma fingida de Doña Lola de María. Me hubiera gustado ver el resultado de la conversación, pero yo tenía otros deberes.
Encendí el Multímetro Ambiental siguiendo los pasos que me había indicado Inés. Observé la única aguja que sabía interpretar tras sus explicaciones. Si su teoría era correcta, indicaría cualquier actividad espiritual. Desde el rastro de los múltiples espíritus que conviven con nosotros, hasta las pequeñas incursiones que hacía Arancha. La aguja, en teoría, era capaz de detectar la energía ambiental que los espíritus que nos rodeaban iban dejando. La aguja nunca bajaba de 0.01, los espíritus, los percibiésemos o no, siempre estaban ahí.
La aguja marcaba 0.
No había espíritus, no había energía residual. O bien el Multímetro se había estropeado una vez lo había tocado con mis torpes manos, o no había ningún espíritu cerca.
Arancha había sido incapaz de ver ni un alma la última vez que se encontró con el gran Gurú. El Multímetro tampoco detectaba nada, confirmando mis sospechas. No había ningún espíritu cerca. Algo los había llamado.
Comencé a caminar por el pasillo y seguí observando la aguja. Inerte. Inmóvil. Husmeé el cacharro por si olía a quemado indicando que me lo había vuelto a cargar, pero la luz parpadeaba, indicando que aún funcionaba. Seguí andando y lo agité fuertemente. Una de las piezas en su interior comenzó a rebotar, si no me lo había cargado hasta ahora, por fin lo había logrado.
Un pitido.
Observé la aguja, colocada ahora en el otro extremo, inmóvil. Giré sobre mis pies y volví de nuevo al plató. En cuanto avancé unos metros la aguja volvió a caer al 0. No estaba roto, había detectado una señal. Retrocedí corriendo y el medidor comenzó a dar botes de alegría sobre su máximo y a piar pitidos. Había encontrado a los espíritus y, por la insistencia del Multímetro, estaban todos juntos tras la puerta a la que había llegado. Por confirmar, pegué el cacharro a la pared y una voluta de humo indicó que había vuelto a sobrecargarlo.
Los espíritus estaban detrás de la puerta. Todos, a juzgar por la reacción del Multímetro.
Levanté la mirada y leí el nombre que esperaba leer.
Gurú Vivek Manish. Camerino.
Iba a ser una tarde muy divertida.
El Sacrosanto Gurú Vivek Manish me saludó con un gesto lento y pausado y una sonrisa que ocupaba el ochenta por ciento del ancho de su ancha cara. Su ayudante, una mujer oriental con ropajes parecidos a los del gurú se despidió de mí sin decir ni una palabra en todo el trayecto de la puerta a su habitación. Cabía la opción de que no hablase mi idioma, lo cuál hacía aún si cabía más meritorio su trabajo de recepcionista. Me despedí de ella con un gesto de la cabeza y miré a su jefe, que pareció responderme con un movimiento similar.
- Namasté - me saludó con un gesto de las manos difícil de interpretar. Un saludo hindú, coherente con el personaje que se había construido. No tenía mucho mérito, el yoga había convertido al Namasté en el nuevo hola en según qué círculos. Probé a ver cómo de lejos llegaba respondiéndole en el mismo idioma.
- Namaskar - le respondí con una sonrisa sincera. Si mi conocimientos lingüísticos le sorprendieron, fue capaz de esconderlos tras un su acolchado rostro.
- ¿Viene buscando consejo sobre su futuro, o sobre su pasado?
- Debería usted saberlo, ¿no? - me reí tontamente.
El Gurú sonrió ante la broma y me señaló amablemente uno de los futones del suelo donde me senté torpemente, sin perder mi tonta sonrisa, fascinada por la ecléctica decoración que ofendería a religiones e interioristas por igual.
- Viene usted a que le hable de su pasado.- Aseguró mientras se sentaba frente a mí con la calma que dominaba todos sus movimientos.
- Vaya, pues sí. -dejé escapar una carcajada - ¿Va a ser todo así? ¿Es así de bueno?
- Ha pagado por el mejor, señorita Méndez.
- Por favor, llámeme Esther. - le corregí amable. Iba a ser una tarde muy divertida.
Los preliminares fueron aburridos. El gurú había aprendido en la misma escuela que mi mejor amiga, y rellenaba minutos enteros con psicología básica, palabras vacías e historias inverosímiles pero imposibles de contrastar. Cobraba por horas, si realmente usaba algún tipo de poder, lo reservaba para el final. Si no lo usaba, sería todo lo que me llevaría por el increíble precio que le había pagado.
El gurú, tras acabar de contar una historia sobre una vida pasada que involucraba el robo de un queso, hizo una pausa más larga aún de lo habitual. Veintitrés segundos de pausa que yo pagaba a doscientos la hora. El muy cabrón.
- Tengo la suerte de tener un don sobrenatural, señorita - comenzó a hablar al fin. Su sonrisa pareció apagarse ligeramente, pero seguía ahí, con otras intenciones. - Pero soy humano. Con lo cual, respondo a la pregunta que me ha hecho, aunque no sea en voz alta.
- Oh. - mostré asombro divertida - ¿Qué pregunta?
- Se me puede engañar, como a todo humano. Usted misma lo ha hecho. - Arqueé una ceja fingiendo que fingía sorpresa. - Pero ni usted puede engañar a los espíritus.
- Dependerá del espíritu concreto... - bromeé en bajo. Ignoró mi comentario y siguió hablando, mirándome a los ojos.
- Usted no se llama Esther Méndez, no ha venido a que le hable de su pasado. Ha venido a investigarme. A probarme. - se levantó, señalándome. Borré la sonrisa bobalicona de mi cara y le devolví un rostro serio. Ya no tenía que fingir que era la alegre Esther. - Muy bien, le demostraré que realmente los espíritus me hablan, le demostraré que sus mentiras no importan en el plano del más allá. Y usted podrá contárselo a sus lectores.
Incliné la cabeza y arqueé una ceja haciendo de contrapeso. El gurú se tomó mi gesto como una victoria.
- Ah. Claro que sé para quién trabaja. Sé que es usted periodista. Que su verdadero nombre es Alba Salazar. Que ha venido aquí para intentar demostrar que soy un farsante. Que odia a la gente que dice hablar con los espíritus porque de pequeña vio uno y nadie le creyó. ¿Sabría un farsante todo eso sobre usted, señorita Salazar?
Me quedé en silencio unos caros segundos. Me relajé en el asiento y le devolví la sonrisa. No era el divertido rostro de Esther, era el afilado gesto de Alba. Me había quitado la máscara de un personaje, pero debajo aún llevaba otra. El gurú decía que al plano espiritual no se le podía engañar. No tenía ni puta idea. Estaba siendo, como había imaginado, una tarde muy divertida.
- He de reconcer que no, señor Pinilla - si él me había arrebatado una máscara yo, que al menos en la parte de investigadora había acertado, haría lo mismo con él. - Un farsante no podría saber eso.
Volvió a sentarse en su asiento, satisfecho.
- ¿Le importa ahora que le haga unas preguntas? - le miré sin cambiar el rostro. - Al fin y al cabo le he pagado para eso.
- Te confirmo que es Manuel Pinilla, el hijo de Doña María Pinilla.
Arancha torció el gesto como esperaba que hiciese. Doña María Pinilla y su Cristal del Futuro fue una célebre médium en los años noventa y mi amiga se había criado con ella al otro lado de la radio. Fue una referente para su profesión y, aunque nunca me lo había llegado a confesar, estaba convencida de que el María de su nombre falso era un sentido homenaje a su ídola.
Que su hijo la hubiese humillado en directo profundizaba en la herida.
- No prodiga mucho el nombre de su madre, pero tampoco se ha dedicado a ocultarlo, me costó poco investigarlo y no dudó en confirmarlo cuando le pregunté. Dice que de ella adquirió los poderes. Luego mintió un buen rato sobre de dónde ha obtenido sus conocimientos espirituales y sus múltiples viajes a Asia. Creo que lo más al oriente que ha estado es en Menorca, pero realmente se le da bien contar cuentos. - Arancha asintió y apuró el café ya frío mientras la ponía al día. - Pero al menos ya sabemos una cosa, realmente tiene el poder de hablar con los espíritus. Si no no se hubiese tragado la bola de que yo era Alba Salazar, periodista. Ese espíritu amigo tuyo ha cumplido su parte del trato, y le ha dado información falsa.
- Lo sé, lo sé... - Arancha tenía algo en la cabeza. Yo había ido a contarle lo que había averiguado, pero por su gesto parecía que era ella la que tenía información. - Pero el mismo espíritu también me ha contado otra cosa.
- ¿El qué?
- Que él no ha hablado con el Sacrosanto Gurú de Mis Sacrosantos Cojones. -escupió con rabia Arancha. - Que Pinilla es incapaz de hablar con los espíritus.
- ¿Entonces cómo narices le ha llegado la información falsa?
- Te tengo que pedir otro favor, Verónica.
Si se hiciese una peli de mi vida, preferiría que el robo que acababa de cometer no saliese. No por mantener una imagen pura de mí, a estas alturas sería un poco tarde. No me importaría que se viese la escena de El Hurto del Escarabajo Dorado del faraón de El Ferrol, o El Robo de Sangre de Vampiro (de la suya). Fueron pequeñas aventuras, pero con un toque interesante que una buena cámara y una actriz más alta que yo podrían convertir en épicas. El día que me colé en el despacho de la Doctora Inés y le robé su máquina que hace pitidos no valdría ni para un cortometraje. Fue demasiado fácil.
Cuando entré en la universidad con una caja vacía, nadie arqueó una ceja. El disfraz de mensajera era de los menos trabajados en mi repertorio. Consistía en mi ropa normal, un chaleco y cara de que no quería estar ahí y de que tenía que estar pronto en otros quince sitios donde tampoco quería estar. Sin embargo era de los más eficientes. Nadie te pregunta quién eres cuando tus pintas y tu actitud lo están gritando a los cuatro vientos. Y si lo hacen, un gruñido imposible de transcribir gráficamente es la única respuesta que necesitan. Demasiado fácil.
Pasé por los pasillos abarrotados de estudiantes y profesores que examinaban apuntes, notas, libros, portatiles y móviles, pero no observaban a ninguna detective. Busqué el piso donde se encontraba el despacho de Inés y subí las escaleras. De nuevo, demasiado fácil.
Observé su nombre en la placa al lado de una puerta. El último de cuatro en una placa fácilmente reemplazable. Alguien había escrito a rotulador Inecia sobre su nombre. Sentí lástima por la Doctora, pero había hecho llorar a mi amiga, así que abrí la puerta del despacho sin dudar.
Un tipo con auriculares levantó una ceja y me observó durante unos segundos. Leí de un papel que llevaba el nombre de la Doctora Inés Arteaga procurando pronunciarlo mal y con desgana. El hombre señaló su mesa y volvió al refugio de los auriculares. Me acerqué a su rincón en aquel despacho compartido. La más pequeña de las cuatro mesas. Libros, apuntes y extraños aparatos que no tenía ni idea de qué hacían, desordenados y tirados por encima. Notas con misteriosas runas e indescifrables ecuaciones desparramadas. La mujer era un desastre, y no parecía ni darse cuenta.
Me daba igual, el aparato que había ido a buscar reposaba sobre la mesa, arrebujado bajo un par de folios. Miré de reojo al tipo, que parecía enfrascado en la lectura. Cogí el aparato con cuidado de que no me viese y lo metí en mi caja vacía, sin dejar de vigilar al profesor adjunto que no levantó la cabeza en ningún momento. Demasiado fácil.
Levanté la caja y caminé lentamente hacia la salida. Fruncí el ceño cuando estaba a punto de cruzar la puerta. Estaba siendo excesivamente fácil.
- Eh. - dijo el profesor, mirándome atentamente. - ¿No dejas la caja?
- Le he dejado una nota de que estaba ausente. Tendrá que venir a buscarla a nuestra oficina. - respondí con desgana. Señalé al montón de papeles de encima de su mesa para validar mi mentira.
- Ah. Vale. - respondió olvidándose de mí antes incluso de que acabase mi frase.
Salí del despacho con el aparato dentro de mi caja. Salí de la universidad. Había resultado demasiado fácil. Tenía la sensación de que en cualquier momento el estúpido y sencillo plan se vendría abajo.
No lo hizo. No resultó ser demasiado fácil. Fue, simplemente, fácil.
- ¿Es el mismo aparato que usó en la tele? - preguntó Arancha en cuanto posé la máquina sobre la mesa. Era del tamaño de un portátil, pero disponía de un montón de clavijas, medidores y lucecitas. Tenía un acabado chapucero, hecho con las piezas sobrantes del taller de la universidad. Me parecía tecnológicamente sofisticado, aunque he de reconocer que con mis conocimientos de electrónica, cualquier cosa me lo parecía. El reloj de mi horno aún seguía parado a las 25:42 desde mi último intento de ponerlo en hora.
- Se parece, al menos. - intenté tocar un par de botones, pero Arancha me detuvo antes de que lo hiciese estallar. Me conocía bien.
- Ponme el vídeo en el ordenador, voy a intentar encenderlo como lo hizo ella en la entrevista. - me pidió.
- ¿Crees que lo usó para bloquear tus poderes?
Mi amiga gruñó. Aún no se había recuperado del ridículo en directo.
- No lo sé. - intenté reproducir el vídeo, pero cerré la ventana sin querer. Con un molesto suspiro, Arancha volvió a abrirlo y comenzó a imitar los movimientos de la mujer de la pantalla, apretando los mismo botones. El aparato comenzó a parpadear con una simple luz. - Vamos a averiguarlo.
La medium se sentó al lado y se concentró. No como lo hacía en la tele o delante de los clientes que quería impresionar. Se centró en su propia alma y la sacó de dentro con eficiencia, con el mismo esfuerzo y rapidez con el que yo solía sacar mi pistola.
El aparato comenzó a pitar, parpadear y a emitir ruidos de polluelo hambriento, intentando captar nuestra atención. Arancha lo miró, y los pitidos aumentaron en frecuencia, nerviosos.
- ¡Espíritus! - usó su voz de médium para captar la atención de las almas cercanas. - Acercaos a mí, por favor.
Puede que fuese su tono de voz, autoritario y amable. Puede que fuesen sus poderes. Puede que los espíritus, que se pasan todo el día vagando no tenían otra cosa mejor que hacer y para alguien que se dirigía a ellos con educación les parecía feo no responder. Varias almas se acercaron a la médium, o eso imaginé, siendo imperceptibles a mis sentidos. No. Según mis ojos, además de Arancha y yo en esa habitación no había ni un alma. Según los suyos, debía de haber mucha más gente.
Pero ella no era la única capaz de notar su fantasmal presencia.
El aparato comenzó a pitar desesperado hasta que una voluta de humo salió de su interior y cayó agotado por el sobreesfuerzo, apagando sus luces y cesando su molesto piar.
- ¿Lo has roto? - pregunté sorprendida por no haber sido yo quien lo hubiera hecho.
Arancha lo examinó con la mano, acariciando al moribundo artefacto que había dejado de pitar.
- Está claro que este cacharro no era lo que me estaba impidiendo alcanzar el plano espiritual. Parece más bien que solo servía para medir los interferencias con el plano astral...
- Ahora me siento mal por habérselo robado. - mentí.
- Pero al menos ya sabemos que no ha sido la doctora quien me saboteó en directo.
Mi amiga pareció triste, estaba convencida de que había sido ella quien la había dejado en ridículo en directo. Me levanté del sillón y le puse la mano en el hombro a mi amiga.
- Está bien, voy a hacerle una visita al Sacrosanto Gurú Vivek Manish. - la intenté animar con una sonrisa tranquilizadora. - ¿Qué quieres que le robe a él?
- Los fantasmas no existen. - dijo la Doctora Arteaga con tanta seguridad que solté una carcajada. - Una vez que estamos muertos, se acabó. La vida no sigue después de la muerte, por definición, la vida se acaba.
- En eso te doy la razón, Inés. - Doña Lola de María controlaba su tono de voz mejor que la escéptica, a pesar de que tenía menos experiencia ante las cámaras. La máscara que el personaje de Doña Lola de María le otorgaba a mi amiga le inspiraba confianza. No era mi amiga, la gitana vasca que lloraba en su sofá a mi lado mientras veíamos su primera y posiblemente última intervención televisiva. Era la increíble Doña Lola de María, médium, espiritista, capaz de hablar con todos tus muertos con un exótico e indistinguible acento. - La vida se acaba tras la muerte. Pero no la existencia.
- ¿Qué clase de existencia puede haber sin vida, por favor? - La doctora no parecía tan entera como la vidente. No le gustaba estar ahí, se notaba. Pero tenía una cruzada personal por defender el mancillado nombre de la ciencia frente a tantas pseudociencias que intentaban comerle territorio. Desgraciadamente la ciencia era aburrida, y la televisión prefería darle prioridad a las otras. El hecho de que la científica fuese la única representante frente a dos videntes, era una buena muestra representativa. Por suerte para ella, en cuanto empezó el debate El Sacrosanto Gurú Vivek Manish se quedó en silencio, mientras Arancha e Inés discutían.
- Una que aún no hemos aprendido a ver. No todos, al menos, Inés.
- Ya, ¿y quién puede verla? No me lo digas, una caterva de expertos que dicen hablar con tus seres queridos a cambio de un módico precio.
- De algo tenemos que vivir, querida... - la lengua de Doña Lola chasqueó como un látigo que fustigaba a la doctora. - ¿O tú no cobras por dar clases? ¿No recibes dinero por permitir acceder a un conocimiento que has adquirido con esfuerzo y talento? ¿En qué se diferencia tu trabajo del mío?
- ¡En que el mío es verdad, joder! - Inés estaba contra las cuerdas, perdía la discusión y los estribos. Arancha sonrió, la había visto actuar, y sabía que de un momento a otro la Doctora Inés comenzaría a pedir pruebas que demostrasen que los espíritus existían. Mi amiga se adelantó.
- Dame pruebas de que el mío no lo es. - le sonrío. La doctora se quedó tres segundos intentando encajar que habían usado su mejor argumento contra ella. Tres segundos en silencio delante de las cámaras era una eternidad. Era una derrota. Aún así la doctora no se rindió. Era cabezona, me recordaba a alguien.
- ¡Dámelas tú! Contacta con alguno de mis ancestros, pregúntales información sobre mí. Demuéstrame que sabes algo que no deberías saber mientras yo uso este...
- Uno de tus ancestros huyó a Cuba escapando de la guerra... - comenzó Doña Lola de María con un tono grave, Inés frunció el ceño. La médium comenzó a moverse, como poseída. - No... eso es lo que os dijo, pero realmente huyó tras sacar todos los fondos de su empresa dejándola en la bancarrota.
Inés se quedó clavada en el sitio durante un segundo, pero no se amilanó. Esa información era difícil de conseguir, pero no imposible. Y menos si tu mejor amiga era detective. Observó el aparato que tenía delante de ella, que aún no había ni encendido y comenzó a apretar botones.
- Cualquiera que haya buscado en los registros de...
- Y tenías un problema de pequeña, a la hora de dormir... - Inés se puso colorada. - Te orinabas por la noche hasta que cumpliste los...
- ¡¿Quién te ha contado eso?! - estalló. Había registros médicos.
- Tu abuela, era quien te cambiaba los fines de semana... - Mi amiga se la jugó, o había obtenido esa información por otro lado. Yo no había sido. La abuela de Inés había fallecido hacía años, eso sí lo sabía, pero poco más. Una vez que mueren, es trabajo de Arancha. Pero por el momento no había ni que tenido que recurrir a sus verdaderos poderes de médium para casi acabar con la Doctora. Ésta, aún conmocionada, consiguió reaccionar.
- ¿Estás hablando con mi abuela? - miró de reojo su aparato. - ¿Ahora mismo?
- El tiempo es algo relativo, en el más allá. El ahora no existe si no...
- Dime cómo me llamaba cuando me meaba en la cama. - aplaudí la resolución de Inés, incluso en esos momentos, ante las cámaras, usó su vergüenza como un arma.
Doña Lola de María la observó. No había manera de tener esa información. No sin contactar con el Más Allá. Así que fue lo que hizo. En directo. No estaba muy conforme con usar los dotes sobrenaturales ante las cámaras, pero al fin y al cabo, nadie se creía ya lo que veía por la tele. No era arriesgado.
Cerró los ojos, respiró fuerte y se concentró. Respiró un par de segundos en silencio. Abrió los ojos e hizo algo que yo no esperaba. Frunció el ceño.
- Me está costando conseguir...
- Ya, claro, qué casualidad.
Arancha la mandó callar algo nerviosa. Volvió a concentrarse, volvió a llamar a los espíritus. Lo había visto en directo, era algo impresionante. En televisión perdía efecto, en televisión Doña Lola de María estaba demasiados segundos callada y con los ojos cerrados. Arancha, a mi lado, se hizo una bola y se tapó los ojos, incapaz de ver el vídeo.
Doña Lola de María, en la tele, apretó los dientes y dejó escapar un gemido de esfuerzo. Inés también se había callado, miraba su extraño aparato y arqueó una ceja. Los micrófonos comenzaron a captar interferencias e incluso la imagen de la pantalla pareció congelarse durante unos segundos.
Al fin, Doña Lola abrió los ojos, confusa y agotada.
- No, consigo... no consigo contactar con ellos. Con nadie. - su acento falso se levantó y dejó escapar su verdadero acento vasco. La máscara de Doña Lola se resquebrajaba y Arancha se mostró asustada frente a las cámaras. - No puedo...
- Inecia - interrumpió El Sacrosanto Gurú Vivek Manish. - No es un mote muy cariñoso, su abuela debió ser una mujer... interesante.
Arancha, a mi lado, apagó el vídeo y arrojó el mando al suelo.
El fantasma del goblin salió correteando por las calles de Teruel, yo comencé a perseguirlo en cuanto pude salir del museo en llamas.
Pero eso no era importante. Lo importante era lo que estaban poniendo en la tele en ese momento.
Armanda a la tarde era un programa de verano venido a más, que había sobrevivido Septiembre y parecía intentar buscar su espacio no caducifolio en la parrilla televisiva. Como formato, era igual de original que la mayoría de programas de media tarde. Como contenido era peor, y ahí radicaba su éxito.
Era un programa lleno de entrevistados a los que les hacían preguntas que le venían varias tallas grandes, lleno de famosos de cuarto y mitad de pelo. Solo la lengua ácida que contenía la engañosamente amable sonrisa de Armanda espoleaba la cantidad de morbo suficiente como para que el programa destacase lo justo para no ser podado por el share.
Era el tipo de programas que yo ni odiaba, porque apenas me enteraba de su existencia. A esas horas prefería quedarme frita en el sofá de mi despacho mientras animales de la sabana pastaban para mi deleite. O, en otras ocasiones, echaba la tarde persiguiendo goblins translúcidos escaleras abajo. Dependía mucho del día.
Pero ese programa en concreto lo vi. Entero. De cabo a rabo. En diferido a través de la web, varias horas después del asunto de Teruel en casa de mi amiga Arancha, pero lo vi. Por que esta vez entrevistaban a alguien a quien quería ver.
La Doctora Inés Arteaga se sentó en uno de los asientos de invitados en cuanto Armanda la introdujo. Se le notaba nerviosa, a pesar de no ser la primera vez que se veía ante los focos del directo. Física, con un currículum lo suficientemente grande como para no poder adjuntarlo en un solo correo. Pero era otro el motivo por el cual la presentadora la había traído al programa: Inés era escéptica profesional.
Me había encontrado varios a lo largo de mi carrera como detective paranormal. Gente bienintencionada, dispuesta a demostrar que las leyendas como los fantasmas o los goblins no existían, usando datos y ciencia. Sus argumentos eran tan convincentes, que si no me estuviese mordiendo en ese mismo instante un goblin fantasma, hasta yo mismo me sentiría obligada a darles la razón.
Concretamente a la mujer, bajita, morena, gafuda, yo la había visto en un par de ocasiones, y me saltaban varias alarmas cuando hablaba de pruebas científicas para demostrar la no existencia de criaturas que a veces yo hasta llamaba amigos.
Pero no era ella a quien quería ver en la tele.
El Sacrosanto Gurú Vivek Manish fue el siguiente invitado de la lista. Otro frecuente de la pequeña pantalla cuya reciente fama lo había sacado de los horóscopos de las tres de la mañana y lo había catapultado a la mediocridad de la mediatarde. No era una buena catapulta, pero tampoco era la peor.
En su rostro, un desdén de suficiencia estudiado para recordarte que sabía algo que tú no sabías o peor aún, algo que sí sabías pero los demás no. Y pagarías lo que fuera por que siguiese así. Ropas tan discretas que parecía que se había peleado con una tienda de disfraces (con dudoso resultado), un turbante engarzado y unas gafas de sol de color vino. Tan recargado que resultaba casi imposible vislumbrar a la persona que se escondía tras el personaje.
Aún desconocía si la naturaleza de sus adivinaciones residía en algún truco barato o en un verdadero poder, pero no me fiaba un pelo de él, y era una persona a la que prefería tener controlada.
Tampoco era la persona por la cual estaba viendo el programa.
Doña Lola de María fue la tercera invitada en sentarse. También Medium, espiritista, le había leído la mano a famosos que Armanda desearía tener en su programa. Se sentó con una dignididad y una elegancia, que contrastaban con las de mi mejor amiga Arancha, mientras lloraba en su sofá, incapaz de ver el vídeo que tanto había insistido en que yo viese con ella. No parecían la misma persona, pero más allá del seudónimo, lo eran.
- No puedo verlo, Vero.
Era ella. Mi mejor amiga. La única razón por la cuál estaba viendo un programa sorprendentemente enervante para lo anodino que era. La única razón por la que estaba en ese sofá, esa misma noche, sentada a su lado, a pesar del mordisco que el hijo de puta del goblin fantasma me había dado en el culo.
Si alguien había hecho daño a mi amiga, lo iba a lamentar.
Y, si me sobraba tiempo, el goblin fantasma también.
Observé mi copa de vino, delicioso, caro. Lo paladeé. Pocas veces tenía una la oportunidad de aprovecharse de la cara y extensa bodega de Carlos Armesto. Conseguí refrenarme y no acabármela mientras me recordaba que había ido a esa fiesta en parte a trabajar. Levanté la mirada y me encontré la mirada reprobadora de mi mejor amiga mientras ella sujetaba una simple cerveza. Detrás de ella un par de fantasmas flotaron recelosos, rodeándola con miedo. Siempre había fantasmas alrededor suyo, ni siquiera me molesté en espantárselos.
Miré al resto de invitados. Hombres y mujeres de la alta sociedad, o al menos, altas finanzas. Gente pudiente y corriente. Futuros clientes. Entrecerré los ojos y conseguir filtrar los vivos de los muertos, al fin y al cabo yo ofrecía diferentes servicios a unos y a otros.
Saqué mis tarjetas de visita, dispuesta a repartirlas entre los invitados. En ella se leía con letra elegante y colores doradas mi nombre y mi profesión:
«Doña Lola de María.
Médium»
Por desgracia, antes de empezar con mi sesión de marketing un fantasma abrió la puerta de una patada y comenzó a gritar. Dejé escapar un suspiro mientras guardaba de nuevo las tarjetas en mi bolso, apuré mi copa y me dispuse a trabajar.
El trasgo chillaba babeante, con los ojos enrojecidos y los dientes amarillentos, o los ojos amarillentos y los dientes enrojecidos, no recuerdo. Completaba su horrible aspecto con una piel escamosa y reptiliana, plagada de verrugas. Definitivamente su cara ya era horrible antes de que se la reventase de una patada.
La criatura salió volando del impacto mientras su voz se apagaba, de manera casi cómica.
- ¡No te lo diremo-! - Un golpe metálico sustituyó la última letra de su palabra, e imaginé que había aterrizado contra uno de los contenedores que formaban estrechas y tortuosas calles en el muelle de carga del puerto.
Los otros trasgos, giraban a mi alrededor, a más de una pierna de distancia de mí. Se movían rápido, y de manera errática. Usaban las sombras de los potentes pero lejanos focos que iluminaban el puerto por la noche para confundirme, y era incapaz ni siquiera de contar cuántos había. Solo podía contar el número de brillantes ojos que me observaban y dividirlo entre dos. Me salían decimales.
Leer MásApuré lo que quedaba de café, pagué en la barra con una sonrisa amable, crucé la puerta del bar y comencé a caminar detrás de la criatura.
La muchacha, tal y como figuraba en el horario mental que había reconstruido la última semana que llevaba investigándola, salía de su trabajo en la clínica. Pude adivinar, conociendo sus costumbres como ya las conocía, que no iba a ir a su casa. No, si llevase la bata que era su uniforme de trabajo es que volvía a su hogar. En su lugar llevaba un pantalón negro y una blusa lila, adornados con alguna puntual muestra de joyería, y unas botas de tacón tan afilado que resultaba una sorpresa que no perforasen la acera por la que se alejaba. Una ropa elegante, demasiado elegante como para malgastarla en su camino del trabajo a casa.
No, definitivamente la muchacha del pelo largo castaño no iba a su apartamento. Y si algo había aprendido en la semana que llevaba siguiendo a la joven, es que eso implicaba que iba a ser una tarde entretenida.
De una puta vez.